Por Guillermo Jiménez.
En una reciente columna
Pablo Marshall ha señalado que las movilizaciones en Aysén invitan a pensar “cuál es el rol de la protesta y la movilización en una democracia” y “cuál es la reacción que es esperable de un gobierno democrático” frente a este tipo de práctica ciudadana. Él señala que, en este contexto, los métodos de represión ejercidos por Carabineros son ilegítimos. Más que perseguir reestablecer el orden público, ellos buscarían “la eliminación de toda forma de expresión propiamente política”. Marshall sostiene que las diversas dimensiones de la ciudadanía, entendida como práctica política “no pueden ser subsumidas en el derecho ni ser canalizadas individualmente”. En tal sentido, él sugiere que la acción política no siempre puede ser categorizada como legal o ilegal. Marshall agrega que “la desobediencia al derecho” es parte de la noción de ciudadanía. Como consecuencia el gobierno debe ser capaz de distinguir entre crimen y una legítima desobediencia al derecho. Marshall propone, en concreto, que el gobierno escoja medidas más tenues de intervención policial frente a una protesta “pacífica, aunque ilegal”. Además, él sostiene que el gobierno no debe intentar “controlar mediante la criminalización dichas formas de expresión”. Finalmente, Marshall señala que el gobierno debe escuchar a los movimientos sociales, antes que a los empresarios, la iglesia y la oligarquía.
Es difícil estar en desacuerdo con lo anterior. En esta columna sólo pretendo colaborar con esa aproximación tratando de profundizar en algunos problemas que un análisis de la protesta política debe encarar. Para eso, primero brevemente analizaré cuál es el espacio de la protesta política que se aparta de los mecanismos legales. Luego, sumariamente me referiré al caso concreto de Aysén y su legitimidad como protesta política. Concluiré con dos observaciones sobre cómo la autoridad debe hacerse cargo debe este tipo de demandas.
Una primera cuestión que se debe abordar es la relación entre protesta y participación política. La democracia supone que las decisiones de las autoridades vienen legitimadas por la participación, directa o indirecta, de la ciudadanía en el procedimiento para adoptar esas decisiones. La forma más básica de participación es el voto por el cual los ciudadanos eligen a la autoridad que toma una decisión. El trámite de “consulta”, que se ha ido insertando cada vez en los procedimientos de toma de decisiones públicas, es otro ejemplo. Sin embargo, en una democracia la participación política debe ir más allá de los mecanismos formalizados. Cuando hablamos de “opinión pública” nos encontramos con estos otros mecanismos no-formalizados. Éstos incluyen la actividad política que se expresa mediante diversos medios no oficiales como radio, televisión, diarios, etc. También se agrupan acá las marchas, reuniones, posteos en Internet, entre innumerables otros. Todos estos mecanismos –formales y no formales- son formas de participación política que deberían impedir que suceda lo que Marshall teme, esto es, “que la democracia se reseque y la esfera pública desaparezca”. Estos mecanismos permiten protestar contra el gobierno, votar en su contra, criticarlo, organizarse en contra de él, opinar en contra de sus medidas, llamar a otros a reclamar en contra de la autoridad, etc.
El punto es, sin embargo, si existe espacio para formas de protesta fuera de las que acabo de señalar. Marshall pareciera sugerir que sí lo hay. Todos los mecanismos del párrafo anterior son “legales”, pero también formas de protesta que van más allá de la legalidad serían aceptables. Con todo, quizás reconociendo lo controversial del asunto, Marshall parece ambiguo en este punto. Por ejemplo, él sugiere que la violencia por parte del gobierno es aceptable si la protesta mediante desobediencia se practique en forma criminal. Asimismo, pareciera indicar, en otra parte, que la comisión de delitos en medio de actos de movilización y protesta debería ser sancionada conforme al derecho criminal.
La complejidad del asunto radica en que conceder espacio para formas de protestas mediante actividades ilegales socava la lealtad de los ciudadanos con las instituciones y con los canales desformalizados de participación. Por eso, en principio, recurrir a formas ilícitas de protesta debe ser rechazado por el derecho. Sin embargo, esto supone un sistema plenamente legítimo o al menos altamente legítimo. Este es el primer punto que debe esgrimirse a favor de la protesta en Aysén. En Chile existen graves falencias en el funcionamiento del régimen democrático que abren amplio espacio para ejercicios de desobediencia civil. No es posible, en consecuencia, simplemente aceptar que la autoridad recurra al derecho penal cuando en la protesta se cometan delitos.
Llegados a este punto, sabemos que existe un espacio para protestar contra la autoridad incluso más allá de los canales legales. Ese tipo de protesta normalmente es denominado desobediencia civil. Sin embargo, no toda forma de desobediencia civil es legítima. No basta con tener lugar en un sistema no plenamente democrático. Un ejemplo puede servir para iluminar la diferencia. Recordemos la toma de calles en Santiago por parte de los dueños de microbuses en el gobierno de Ricardo Lagos. Ellos reclamaban políticamente en el sentido de Marshall, pues él exige sólo que “dos o más ciudadanos se juntan para generar y perseguir un objetivo común”. El gobierno actuó con fuerza en contra de los dirigentes que estuvieron detrás de las tomas de calles. ¿Fue ilegítimo el accionar del Gobierno en contra de los microbuseros? Claro que no. Porque la protesta en este caso fue ilegítima. Aquél fue un acto de defensa de los intereses de un sector económico privilegiado y poderoso con amplio acceso a los centros de decisión política. Ellos pedían, además, privilegios en contra de la gran mayoría de la población. En consecuencia, para que la protesta sea legítima el acto de desobediencia civil debe ser analizado en concreto, teniendo en cuenta, por ejemplo, el tipo de actividad y las motivaciones de los actores.
Ahora estamos en condiciones de analizar si la protesta de Aysén fue políticamente legítima. Para serlo ella debió ser un acto de desobediencia mediante actos ilegales, pero no gravemente violentos, y, por otro lado, debió estar correctamente motivada. Las protestas de Aysén estuvieron justificadas desde ambos puntos de vista. La exigencia de no-violencia busca evitar que la acción perjudique intereses relevantes de terceros. En este sentido, cabe recordar que la protesta de Aysén de un lado no supuso violencia contra personas. De otro lado, los actos de mayor agitación consistieron en tomas de caminos que afectaban principalmente a los habitantes de la zona, es decir, los mismos manifestantes. Por lo tanto, en las protestas de los ayseninos no se ve violencia o no una violencia de mayores dimensiones.
El otro requisito que debe cumplir la desobediencia civil legítima es que ella debe basarse en motivos correctos. Esta motivación debe valorarse de acuerdo a las finalidades de la desobediencia civil. Así, por ejemplo, será “correctamente motivada” una protesta que persiga fines de interés general y, especialmente, fines que no han sido escuchados mediante los canales regulares de participación política. Aunque no resulta difícil justificar la razonabilidad de los intereses defendidos en las movilizaciones en Aysén, igualmente es necesario tener en cuenta brevemente algunas objeciones que se podrían esgrimir. Un primer aspecto problemático de Aysén es que se trata de una demanda de un área determinada del territorio nacional. Se trata de peticiones de un sector claramente circunscrito que no se confunde necesariamente con el interés general. Existe empero una conexión suficiente con el interés general si se considera que la protesta no se refiere únicamente a Aysén, sino es un reclamo contra la centralización. Esta es una protesta, entonces, mucho más amplia que puede ser defendida como una causa común de todas las regiones y, especialmente, las más extremas. Otro problema que afecta la defensa de la razonabildad de las peticiones de los ciudadanos de Aysén es que ellos están sobre-representados políticamente en el Congreso. Así, el alegato de exclusión del debate político, en este caso, sería débil. Sin embargo, la pobre realidad de Aysén demuestra suficientemente un grado de exclusión y desamparo que hace evidente que los canales de representación no están funcionando. Adicionalmente, las estrecheces del sistema político chileno (binominal, quórum reforzados, entre otros) son otro elemento que justifica recurrir a mecanismos excepcionales para expresar el descontento. Ni siquiera la prensa resulta una alternativa viable. Ella está extremadamente centralizada en Santiago, y concentrada en unas pocas manos ideológicamente coincidentes. Para decirlo en breve, las protestas fuera de la legalidad están justificadas en Aysén. Tenemos aquí, en consecuencia, un caso legítimo de desobediencia civil.
No obstante lo anterior, que la protesta mediante desobediencia civil sea legítima no necesariamente se debe traducir en consecuencias legales inmediatas. De hecho, normalmente se entiende que el desobediente civil asume los resultados adversos de su conducta. Esto porque la desobediencia civil consiste en reclamar por un cambio legal o de políticas, reconociendo la legitimidad de fondo de la autoridad. El desobediente asume la sanción como un costo necesario para alcanzar el triunfo final de su estrategia política. A pesar de esto la existencia de una desobediencia civil legítima exige que la autoridad reconozca que se trata de una protesta política completamente diferenciable de un delito común. Este reconocimiento debe operar en dos niveles. En un primer nivel la autoridad policial debe estar sujeta a exigencias de proporcionalidad especialmente estrictas. Desde luego se excluyen todas aquellas medidas de orden semi-militar como balines, gases, tanquetas, utilización de vehículos de emergencia y medidas de provocación como los allanamientos sorpresa. El cumplimiento de este estándar debe ser fiscalizado por los tribunales y otros organismos de defensa de derechos como el Instituto de Derechos Humanos. En un segundo nivel, incluso cuando se han producido actos que puedan justificar un proceso penal, la desobediencia civil debe ser reconocida como defensa por parte del imputado como causal de exclusión de la culpabilidad. Además, en ningún caso el gobierno está justificado de invocar la ley de seguridad de Estado, esto es, legislación criminal especial, ante un acto de protesta política como el de Aysén.
En esta columna, en conclusión, he querido profundizar en ciertos aspectos, -aunque ciertamente no en todos ellos- a los que las movilizaciones en Aysén invitar a reflexionar. Si bien la participación política idealmente debe canalizarse por mecanismos formales y desformalizados no-ilegales, en una democracia tan imperfecta como la chilena, la desobediencia civil tiene un lugar no poco importante. Ella puede ayudar a incentivar mejoras en el proceso político. En este sentido, este tipo de protesta no daña a la democracia, sino que la profundiza. En el caso de la movilización en Aysen, en concreto, se cumplen otras condiciones que terminan por legitimar completamente esta protesta. Se trata de una desobediencia civil no irrazonablemente violenta y está motivada por demandas de interés general que no han sido debidamente canalizadas por el sistema político. Este escenario plantea exigencias especiales de moderación frente a las reacciones que puede adoptar la autoridad tanto a nivel policial como a nivel del proceso penal. Este marco da mayor precisión a la manera en que ciudadanía y autoridad deberían enfrentar la protesta política más radical que la normalmente formulada por los canales ordinarios de expresión política.