viernes, 29 de enero de 2016

Abandonados a su suerte

por Diego Pardo Álvarez


De particular interés resulta la provocativa sugerencia de Miguel Vater conforme a la cual la asamblea constituyente debería conformarse mediante una lotería. Su argumento consiste, si entiendo bien, en que de la propia distinción entre poder constituyente y poder constituido se derivaría la imposibilidad de dejar la asamblea constituyente en manos de la política ordinaria. Así, no deberían seleccionarse los diputados constituyentes bajo un procedimiento equivalente al de elección parlamentaria.
       Es obvio que de la negación de la representación parlamentaria constituida no se sigue la afirmación de la lotería constituyente. Desde la distinción entre poder constituyente y constituido, puede rechazarse la representación parlamentaria para la AC, pero no sin argumentos adicionales proponerse la lotería en su reemplazo. La estrategia de elevar las credenciales “republicanas” de la lotería parece no ser adecuada al respecto. Pues de que la lotería sea tan o más “republicana” que la representación parlamentaria solamente se sigue que ella resulta admisible como forma de conformación de la AC, no en cambio que ella deba ser necesariamente implementada.
       Es interesante entonces revisar la razones implícitas que podrían motivar a Vater a proponer la lotería constituyente, así como especular sobre las causas de su reticencia a explicitarlas. Dicha reticencia puede apreciarse con singular claridad cuando se advierte la insuficiencia de su caracterización de la representación parlamentaria. Vater caracteriza la representación parlamentaria bajo dos elementos: la promesa de “‘actuar por’ sus electores” y el interés en la reelección. En términos teóricos sin embargo, la representación parlamentaria moderna se vincula constitutivamente con la identificación del pueblo con el electorado. Los tres momentos del ejercicio del mandato representativo, la elección, el ejercicio y la responsabilidad política posterior (o “reelección”), pretenden estructurar una red de comunicación permanente entre el electorado y el representante, de forma tal de posibilitar que las decisiones políticas parlamentarias sean legítimas, es decir, respondan en una medida suficiente a la voluntad popular expresada (teóricamente) en el resultado de elecciones y votaciones periódicas. La caracterización de Vater de la representación parlamentaria es en cambio insuficiente porque es unilateral: se limita a la caracterización del “representante” sin considerar el vínculo conceptual con el “representado”. (Por cierto, como afirma Schmitt (Verfassungslehre §16, II, 2), el electorado es en estricto rigor también un “representante” del pueblo, compuesto por los habilitados para sufragar).
       El diagnóstico unilateral del problema constituyente, es decir, el que identifica el problema exclusivamente con el representante parlamentario, yace detrás de varias propuestas de solución al problema constituyente, desde la comisión bicameral hasta el plebiscito. Las soluciones aquí exhiben con transparencia la lectura del problema subyacente. En el caso de Vater, la solución consiste en el reemplazo del representante “parlamentario” por un representante “pictórico”, de forma tal que “cuando estén juntos en una asamblea deliberativa, (…) reflejen (tal como una pintura o foto) la composición de los representados en su pluralidad y diversidad”. Es curioso empero que no repare en que su descripción de la representación “pictórica” coincide plenamente con la teoría de la representación “proporcional”. Precisamente la defensa de la representación “proporcional” (en contraste con la “mayoritaria”) afirma que ella sería la única que posibilitaría la representación plural y total, es decir, el que todos los grupos (“en su pluralidad y diversidad”) puedan entenderse como representados en el parlamento (Kelsen, Vom Wesen und Wert der Demokratie, VI). Esto muestra que el diagnóstico unilateral del problema no tiene una conexión necesaria con la lotería. A la inversa, carece del rendimiento suficiente para justificar la lotería como mecanismo alternativo. Tiene que haber algo más. Pues si el problema fuera uno limitado al representante parlamentario, bastaría (teóricamente) con depurar la representación (parlamentaria y electoral) de sus malos elementos (el sistema binominal, la regla de mayoría calificada, el sistema de elección mayoritario, el sufragio voluntario, el actual Congreso, todos los políticos, los partidos políticos, los “honorables” imputados, etc).
       Hay a mi juicio dos razones implícitas que explican que Vater proponga la lotería. La primera, más dolorosa, apenas encuentra formulación es su texto; la segunda, menos dolorosa, sí fue formulada, aunque oblicua y equívocamente. La razón dolorosa es la siguiente: la representación “pictórica” o aleatoria propuesta por Vater no constituye el rechazo exclusivo (unilateral) del representante, sino también, simultánea e irremediablemente, constituye el rechazo del “representado”, es decir, de la identificación del pueblo con el electorado. Si la solución de Vater es la lotería, entonces el problema al que responde debe ser descrito en toda su profundidad: no es que el procedimiento político ordinario esté capturado, ni que haya una “crisis de representatividad de la clase política”. El problema no es la naturaleza ni la idea ni la implementación de la representación electoral, sino su radical imposibilidad. La suerte no es sólo una alternativa “republicana” al representante parlamentario, sino también la propia negación de la voluntad electoral. El azar en la propuesta de Vater no es una forma alternativa de mandato, sino la negación de la propia posibilidad de elegir. Lo que nos dice es que toda forma de representación constituyente no puede sino ser involuntaria, que el pueblo sólo puede ser representado mediante su renuncia a elegir representantes.
       La primera razón entonces que lleva a Vater a sostener la lotería es su compromiso (no formulado) con la tesis del fracaso del electorado. Acaso con un exceso de suspicacia, podría afirmarse que Vater se restringe a la formulación unilateral del diagnóstico para evitar comprometerse con esta molesta consecuencia de su propuesta. Su solución traiciona su silencio. En ciertos pasajes parece sin embargo reconocer esto, como cuando afirma que “el acto de escoger un representante conlleva un principio de discriminación”, o que “es evidente que el pueblo no puede ‘elegir democráticamente’” al representante constituyente (refiriéndose a la representación unipersonal). Pero en general, mediante la enunciación de paradojas, Vater esquiva justificar positivamente su tesis acerca del fracaso de la identificación del pueblo con el electorado. Creo sin embargo que esta parte no formulada resultaría acaso la más interesante de su propuesta. Sería muy fructífero que Vater aclarara por qué el electorado no puede designar a los diputados constituyentes. Quizá considera que el electorado sufre de una peculiar forma institucionalizada de falsa conciencia, o que está inexorablemente sometido al riesgo de populismo o autoritarismo, o que se encuentra atomizado y domesticado por el neoliberalismo. Las razones son múltiples, pero ciertamente Vater no puede limitarse a afirmar que el electorado no puede elegir sus representantes simplemente a raíz de la “paradoja de la representación”: esta es una forma de ignorar el problema, no de afrontarlo.
       La segunda razón parece menos dolorosa porque su naturaleza sí es genuinamente teórica. La ventaja de la lotería frente a otros esquemas de selección política es que admite una implementación inmediata y transparente. Basta, en principio, con dejar que las cosas sigan su curso. Esto quiere decir que el azar, por definición, no necesita de, si no acaso impide, su ordenación y dirección. Sólo requiere de observación. En un contexto constituyente esto es muy significativo. Vater describe tres paradojas: la de la constitución, la de la democracia y la de la representación. La paradoja de la constitución, a saber, la definición mutua entre pueblo y constitución, describe sin duda un problema teórico central de los procesos constituyentes: que el proceso constituyente es la realización performativa de un determinado contenido constitucional (Habermas, Facticidad y Validez, cap. 3, III). El propio acto de planificar, implementar, celebrar y llevar a cabo un proceso constituyente cuenta como contenido constitucional implícito. Por ejemplo, si se implementa una asamblea constituyente bicameral, resultará difícil que el Congreso constituido sea unicameral. Si la asamblea se genera mediante plebiscito, la carga de la argumentación la tendrá quien quiere rechazar el plebiscito en la constitución. Si su forma de representación es proporcional, entonces parece difícil optar por una mayoritaria en el futuro. Esto explica también porque la Constitución de 1980/89 no puede sino ser la constitución de Pinochet y cia.: no por su firma, sino porque la dictadura está genéticamente inscrita en sus instituciones. Ahora, si la ventaja de la integración azarosa de la AC es que es menos exigente en términos de dirección e implementación, la solución de Vater podría venir motivada precisamente por la neutralidad superior de la lotería: ella prejuzga en menor medida el contenido constitucional futuro. El caos, no el plan, es imparcial, como afirmó el Guasón de Nolan.
       Si bien es cierto Vater es consciente de esto, nuevamente su formulación arriesga traicionarlo. Pues la lotería que propone no es tal. El azar si se limita se traiciona, si se conduce se desfigura. Vater propone en cambio una “lotería articulada”, sin reparar en que eso constituye una contradictio in adjecto, por lo demás innecesaria. Si el número de mujeres y hombres en la población es equivalente, entonces no hace falta una cuota: basta con dejar que las probabilidades hagan lo suyo. Más irritante resulta la propuesta de lotería “dentro de cada quintil”. Vater con esto prejuzga el contenido constitucional futuro volviendo relevante la división de la población por riqueza (mejor dicho, por pobreza). Si nadie representa el 35% de la riqueza eso se debe simplemente a que las personas que la poseen “representan” sólo el 1% de la población. ¡No hace falta una cuota a favor de la oligarquía! Vater también propone discriminaciones más razonables, a favor de las regiones, etnias y minorías sexuales. Pero incluso el “azar articulado” no parece ser suficientemente pluralista en estos casos. Pues ¿porqué habría que imponerse a las minorías y a los grupos la lotería como forma de designación? Si se requiere para la AC de un representante pontificio, el pluralismo obligaría a admitir al designado por la monarquía papal. Si las minorías quieres elegir a sus representantes mediante procedimientos electorales acordes con su voluntad colectiva específica, no se ve cómo podría imponérseles la lotería. En este razonamiento parecen pecar justos por pecadores: pareciera que las minorías también debieran pagar por el fracaso del electorado. En realidad el azar debe aplicarse, para que sea transparente, directamente a la totalidad de la población (o al grupo que manifieste su interés en participar) sin predicados ni adjetivos ulteriores. Eso se llama igualdad democrática. La integración de la AC, para evitar la imposición performativa de contenido constitucional, debiera ser sorteada de forma completamente aleatoria y general, sin más remedio que confiar en que ella invitará y escuchará a minorías, expertos y grupos de la sociedad civil. Pues “aceptar errores no es contradecir el azar: es corroborarlo” (Borges).


miércoles, 23 de diciembre de 2015

Gratuidad y discriminación. ¿Qué dijo el TC sobre los requisitos impuestos a los establecimientos para entrar a la política de gratuidad?

En una extensa y confusa sentencia el Tribunal Constitucional (TC) declaró inconstitucional varias normas que establecían gratuidad –financiamiento estatal- para los estudiantes de los primeros 5 quintiles que estuvieran matriculados en establecimientos elegibles, es decir, establecimientos que cumplieran ciertas condiciones. Los parlamentarios de derecha impugnaban esta legislación por dos razones. Primero, se invocó un argumento procedimental. Se sostuvo que se estaba regulando la materia a través de un procedimiento legislativo irregular desde el punto de vista constitucional. Para legislar sobre este asunto se requeriría ley ordinaria, no bastando una glosa presupuestaria. Segundo, se invocó un argumento sustantivo relativo a la igualdad ante la ley. Este segundo argumento fue el que el acogió el TC. El argumento del TC se basó en que la política aprobada por el Congreso discriminaba a los estudiantes vulnerables que no pertenecen a los “establecimientos elegibles”. La sentencia, en cambio, consideró que no habían objeciones constitucionales a la regulación de esta materia mediante una glosa presupuestaria.

Considerando que la sentencia es extensa (más de 190 páginas) y confusa ( repleta de prevenciones y minorías, y una estructura deficiente y un lenguaje pomposo; a veces vacío), esta columna pretende resumir el núcleo de la decisión con fines de mera difusión. Aunque en las conclusiones restrinjo el alcance de la sentencia debido a su deficiente motivación, mi propósito en esta ocasión no es efectuar una crítica de los argumentos del tribunal. Me concentraré en el argumento en que se basa la declaración de inconstitucionalidad de los requisitos que se imponían por la glosa para que los establecimientos entraran al programa de gratuidad. Es decir, me concentraré en el problema de la discriminación, y sólo en el voto de mayoría redactado por el ministro José Ignacio Vásquez.

Foco en los estudiantes vulnerables, no en los establecimientos, y el examen de igualdad

El principio general que subyace al razonamiento del TC es que “la gratuidad de la educación superior tiene que enfocarse en la situación socioeconómica del estudiante y no en la institución a la que se adscribe” (c 16). El énfasis está puesto en los estudiantes, no en los establecimientos educacionales. Reforzando esa idea, la sentencia más adelante objeta que a “estudiantes vulnerables se les imponga para el goce de la gratuidad […] condiciones ajenas a su situación personal o académica, como es el hecho de encontrarse matriculados en determinadas [instituciones]” (c 23). 

Luego, se argumenta que la legislación en cuestión discrimina entre estudiantes vulnerables que se encuentran en la misma situación (c 23). La sentencia asimila el examen de igualdad a un escrutinio de razonabilidad (c 33ss). Esto significa que el tribunal debe estudiar si la ley efectúa una diferenciación entre distintos sujetos basada en factores razonables. El voto de mayoría argumenta que para realizar este examen se debe adoptar la siguiente metodología:
“Será necesario identificar […] (1) la finalidad declarada por el legislador al crear el beneficio, (2) la diferencia concreta de trato que se establece por el legislador, y (3) el criterio de diferenciación, vale decir porqué el Estado les va a financiar la gratuidad a unos y a otros no” (c 36).
Respecto de lo primero, se afirma que la finalidad perseguida es otorgar gratuidad para los alumnos vulnerables y alcanzar calidad de la enseñanza que se otorgará gratuitamente (c 37). A continuación, la diferencia concreta de trato consistiría en “que algunos estudiantes vulnerables obtendrán el beneficio de gratuidad de su educación superior, en circunstancias que otros no tendrán acceso a tal beneficio” (c 38). Finalmente, los criterios de diferenciación corresponden a los requisitos exigidos a las universidades para financiar los estudios de sus alumnos (c 39).

Sólo a partir de este momento (en la página 90, aproximadamente), la sentencia comienza a analizar el asunto de fondo del litigio, y a examinar los controvertidos requisitos impuestos por la ley. Veamos qué argumentaron los jueces de la mayoría.

Primer requisito: pertenencia al CRUCH 

El primer requisito que analiza la sentencia es la pertenencia al CRUCH. (c 40). El TC argumenta que este requisito no posee una conexión racional con ninguna de las dos finalidades que la ley parece perseguir. Respecto de la gratuidad para estudiantes vulnerables, no hay conexión pues este requisito disminuye en vez de aumentar la cantidad de beneficiados:
“la utilización de este factor redundaría en la exclusión del beneficio en comento de un porcentaje muy relevante de los alumnos vulnerables. Resulta inentendible, por tanto, que si la finalidad declarada de la ley es otorgar gratuidad a los alumnos vulnerables, se escoja para ello un medio o factor de distinción que tiene por efecto excluir aproximadamente a la mitad de los sujetos que se pretende beneficiar. Como es evidente, dicha elección no satisface la exigencia de racionalidad mínima y convierte a la diferencia establecida por el legislador en arbitraria” (c 40).
De acuerdo al Tribunal este requisito tampoco pasa el test del tribunal respecto de la calidad de la educación pues “[e]ste criterio tampoco es adecuado en relación a la finalidad de asegurar la calidad de la educación recibida por los estudiantes vulnerables en forma gratuita” (c 40). Sorprendentemente, pareciera que al tribunal cree que esta es una cuestión autoevidente ya que no agrega más argumentos al respecto.

Segundo requisito: acreditación 

El TC a continuación examina el requisito relativo a la acreditación de al menos 4 años de los establecimientos. La sentencia afirma que si bien este requisito no se relaciona con la gratuidad, sí puede vincularse con la búsqueda de calidad. En otras palabras, este requisito “sí constituye un elemento objetivo para determinar la calidad de las universidades” (c 41). Sin embargo, para el tribunal esto no es suficiente para salvar las objeciones de constitucionalidad respecto de esta exigencia. El problema radicaría en que “su aplicación no se realiza a todos los sujetos que se encuentran en la misma situación, ya que se excluye de este requisito a las universidades pertenecientes al CRUCH” (c 41). De acuerdo al TC, si se busca calidad –como sugiere este requisito,- entonces no se podría financiar a estudiantes que atienden a universidades no acreditadas por al menos 4 años, como es el caso de algunas pertenecientes al CRUCH. En concreto, la sentencia afirma:
“si la finalidad del legislador es que los alumnos que se beneficien por la gratuidad obtengan educación de calidad, no se entiende que elija un factor de diferenciación que permite que un porcentaje relevante de aquellos estudie en universidades que no pueden proveerla. Como es manifiesto, el factor elegido no es racionalmente adecuado para obtener la finalidad legislativa” (c 41).

Tercer requisito: triestamentalidad

De acuerdo al fallo, este requisito no presenta “conexión directa” con ninguno de las dos finalidades del proyecto. Ni con la gratuidad ni con la educación de calidad. En términos del TC, “no se aprecia la relación de racionalidad debida entre este factor y los fines en comento” (c 42).

El Tribunal concluye de la siguiente forma:
“ninguno de los tres criterios de diferenciación se relaciona en forma adecuada y directa con los fines declarados por el legislador. De ello se deduce que no existe racionalidad en la diferencia de trato contemplada en la norma impugnada, la que constituye una discriminación arbitraria prohibida por la Constitución” (c 42).

Conclusiones

Es cierto que en esta columna he abreviado el argumento del tribunal en la parte pertinente. Pero honestamente, no he tenido que resumir mucho. El análisis sustantivo del TC -que ofrecería guías hacia los colegisladores hacia el futuro- no posee más de 5 páginas, y tal vez sorprendentemente no recoge la extensa y detallada discusión que tuvo lugar durante la tramitación del requerimiento. Los argumentos son bastante superficiales y ligeros, incluso comparados con los de las prevenciones y minorías.

Una posible explicación de lo anterior es que el acuerdo de la mayoría de los jueces fue difícil y no permitió expresar en el texto argumentos más explícitos o en detalle. Hubo acuerdo, tal vez, en el resultado, pero no en los argumentos que justificaban ese resultado. Un ejemplo de lo anterior es que –a diferencia de una de las prevenciones- el voto de mayoría no se pronunció sobre el lucro. Uno debe concluir de este punto que –a diferencia de su opinión respecto de los otros requisitos- la mayoría del TC consideró que la exigencia relativas a la prohibición de lucro (no relación con personas jurídicas con fines de lucro, en el caso de las universidades, y transformación en corporaciones, en el caso de los CFT e IP) sí tienen una conexión “adecuada”, “directa” o “racional” con la calidad de la educación. Esta lectura del fallo sugiere que el triunfo de los detractores de la política de gratuidad del gobierno tuvo bastante de pírrica.


Con todo, es preocupante que la metodología empleada en el análisis del TC sea tan oscura y equívoca. La sentencia realiza un examen de proporcionalidad completamente sui generis e incluso la terminología empleada va variando de párrafo en párrafo. Esta no es una sentencia que pueda seguirse como un precedente porque si bien contiene una decisión, ella no desarrolla argumentos ni raciocinios que la sustenten. Por carecer de una motivación suficiente, la sentencia no puede comprometer al TC en el futuro ni tampoco podría comprometer a los poderes colegisladores.

Los defensores de la justicia constitucional habitualmente invocan la promesa de que la intervención de los jueces constitucionales –el foro de los principios- inyectaría racionalidad y sofisticación a un sistema de toma de decisión política contaminado por el autointerés, la miopía y el compromiso. El examen del núcleo de esta sentencia muestra una vez más un caso en que el remedio es peor que la enfermedad.

miércoles, 18 de noviembre de 2015

Trivializaciones constituyentes: una dúplica a Ernesto Riffo

por Diego Pardo Álvarez

El correcto silogismo expuesto por Riffo en su respuesta no es lo único en lo que coincidimos. Su argumento sobre la supuesta laguna es, en términos prácticos, equivalente al que yo sostuve. También considero correcta la distinción entre facultad y mecanismo. A fin de cuentas, apenas considero que nuestro desacuerdo sea fundamental. Que él opine lo contrario sólo exhibe mi incapacidad para expresarme con claridad. Agradezco la gentileza de Ernesto al darme la oportunidad de explicar (o acaso reformular) mi comentario crítico.
       Estamos de acuerdo acerca del problema de la “laguna”. Creo sin embargo que Riffo y Contreras no sacan las consecuencias adecuadas de la inexistencia de la “facultad” de reemplazo en el sistema constitucional chileno. Riffo afirma que el art. 127 no regula la “facultad de reemplazo. Esto es correcto, pero trivial. Pues en estricto rigor, si ni la “facultad” ni el “mecanismo” de reemplazo existen en el derecho constitucional chileno, entonces resulta obvio que el 127 no las regula, pues no puede regularse lo no constituido. Sostuve en contra algo a mi juicio poco polémico: que tanto lo que podemos llamar reemplazo (material) como reforma (material) son tematizados por la ley constitucional mediante el art. 127 únicamente como “reforma”. Esta disposición constituye en la actualidad la única vía jurídicamente válida para la promulgación de disposiciones de rango constitucional. Que una promulgación pueda ser considerada desde el punto de vista político como reemplazo (e.gr. Lagos el 2005) o como mera reforma es una cuestión opaca al derecho constitucional chileno. Riffo insiste en que la determinación de los límites de la distinción entre los conceptos de reemplazo y reforma supone “un juicio político-jurídico concreto, a saber, la identificación de la ‘esencia’ o criterios de identidad de la constitución” (mi énfasis). Esto es ciertamente correcto, y sobre la base de tal corrección es que yo sostengo, además, que la ley constitucional chilena no cuenta con ningún criterio de identidad distinto al del art. 127. El derecho es como el Rey Midas (Kelsen) en un doble sentido: todo lo que toca se torna jurídico (se torna reforma) y todo lo que no toca carece de existencia jurídica (como el reemplazo). Y así como sólo desde una perspectiva distinta a la del martillo pueden distinguirse clavos y tornillos, sólo desde fuera del derecho constitucional chileno puede entenderse como reemplazo una reforma.
       Tampoco creo que exista una polémica fundamental respecto al argumento de la antinomia. Yo intenté sostener que, con los pocos insumos disponibles, no puede afirmarse ni descartarse que entre el cap. XVI y el art. 127 no se producirá una antinomia. Mi comentario tenía entonces un objetivo cautelar, en la medida en que descansan en una mera (aunque muy plausible) posibilidad. La tesis de Riffo en cambio es más fuerte: no habría lugar a antinomia entre el cap. XVI y el art. 127, pues ambos tendrían “ámbitos de validez distintos”. Una reconstrucción de su argumento sería: dado que habría una distinción jurídica entre reforma y reemplazo, i.e., dado que habría ámbitos de validez distintos entre ambos, ergo no cabría una antinomia. Contra este argumento intenté sostener dos puntos. Primero, que carece de rendimiento explicativo: si el reemplazo es una categoría separada “acústicamente” de la reforma, de forma tal de que ambas tienen ámbitos de validez distintos, entonces nada explicaría la creencia bajo la cual opera la propuesta gubernamental, a saber, que el reemplazo debe ser regulado a nivel constitucional. Pues no hay ninguna disposición constitucional que determine que el “ámbito de validez” que (supuestamente) debiera corresponder al reemplazo deba ser regulado mediante disposiciones de rango constitucional.
       Mi segunda crítica, más importante a mi juicio, se refiere a la consistencia del argumento. Si se es consecuente con el reconocimiento de la inexistencia del concepto de reemplazo en el sistema jurídico chileno (i.e. si es cierto que ni la “facultad” ni el “mecanismo” de reemplazo son parte del sistema jurídico chileno), entonces el argumento de Riffo es contradictorio: el reemplazo no puede a la vez no ser parte del derecho constitucional chileno y tener un ámbito de validez predefinido que permita concluir la imposibilidad de una antinomia. Lo que quise defender en mi comentario es que la supuesta imposibilidad de una antinomia entre el art. 127 y el cap. XVI no consiste en una tesis, sino en cambio en la explicitación de un presupuesto implícito de una hipótesis. La hipótesis de Riffo y Contreras es que el cap. XVI debe ser aprobado por 3/5. De esto no es posible concluir que entre el art. 127 y el cap. XVI no cabe una contradicción (que tienen ámbitos de validez distintos). Más bien la aprobación por 3/5 del cap. XVI presupone que ambos (ex hypothesi) tienen un ámbito de validez distinto. Pues si hubiera un conjunto de intersección entre los ámbitos de validez del art. 127 y del reemplazo, habría que aprobar el cap. XVI con 2/3 conforme al contenido auto-referente del art. 127. En el primer párrafo discuto precisamente la pertinencia de tal presuposición, a saber, que el cap. XVI tiene un ámbito de validez jurídico distinto al art. 127.
       Ahora bien, todo lo anterior corresponde al análisis “estático” de las reglas constitucionales. El núcleo del problema sin embargo radica en su comprensión “dinámica”. Riffo enmarca nuestro desacuerdo en “la posibilidad de juicios jurídico-institucionales sobre la identificación de[l] límite [concreto entre reemplazo y reforma]” (mi énfasis). El problema no radica en realidad en tal posibilidad abstracta, sino más bien en su realización concreta: sostengo que la ley constitucional actual no contiene un criterio de identificación distinto al del art. 127. Ciertamente “aún es posible argumentar jurídicamente acerca de la posibilidad de regular el reemplazo constitucional”. De hecho, precisamente sobre dicha posibilidad (expresada e.gr. en el art. 146 de la Grundgesetz) descansa mi afirmación de que la ley constitucional chilena no regula el reemplazo. El núcleo del problema radica más bien, a mi juicio, en la correcta comprensión del acto de inclusión en la ley constitucional de criterios de identificación del reemplazo. Hay ciertos antecedentes acerca de la voluntad política para incluir una facultad de reemplazo en la ley constitucional, y nuestro empeño (asumo) está en comprender que se hace en realidad cuando se establece a nivel constitucional (i.e. cuando se constituye) un criterio de identificación del reemplazo.
       Aquí es entonces donde nuestro desacuerdo amenaza con volverse fundamental. Riffo considera que la inclusión de una facultad de reemplazo debe ser comprendida, (1) con independencia de la voluntad política expresada en el discurso presidencial, (2) como la introducción de un nuevo capítulo en la ley constitucional (3) a ser aprobado por 3/5 (conforme al art. 127). Sostengo que este argumento envuelve una doble trivialización: tanto de la voluntad política inscrita en el anuncio presidencial (en 1), como del acto de otorgar una facultad constitucional de reemplazo (en 2). Riffo no ve el vínculo que existe entre ambas trivializaciones y su tesis sobre la regla de decisión (3), y lo que quise sostener en mi comentario es que el precio del compromiso de Riffo con (3) es cargar con la trivialización envuelta en (1) y (2).  Pues su tesis no es capaz de dar cuenta de que (1) la (mejor interpretación de la) pretensión política manifestada en el anuncio presidencial consiste en dejar fuera del alcance de la facultad reformadora (del art. 127) la facultad de reemplazo (del cap. XVI). Dicha (putativa) intención política implica modificar el alcance del art. 127, lo que requeriría, contra (3), de una mayoría de 2/3. Riffo pretende ignorar que el fenómeno necesitado de explicación es precisamente la habilitación al próximo Congreso para activar –sin modificar– el mecanismo de reemplazo de la ley constitucional (2), no la mera aprobación de un nuevo capítulo constitucional cualquiera.

       Sintomáticas de tal trivialización son tanto la insistencia en comparar la constitución de una facultad de reemplazo con la constitución del Ministerio Público como la afirmación de que “el uso del mecanismo del capítulo XV para efectuar un reemplazo resultaría inconstitucional”. Creo sin embargo que en este último punto crucial radica la clave para entender correctamente el anuncio presidencial. Y simultáneamente muestra que entre Riffo, Contreras y yo no hay un desacuerdo fundamental, sino sólo uno concerniente a la dirección y alcance que debería adoptar el análisis. Supóngase que se promulga la facultad de reemplazo en los términos definidos en el discurso presidencial (véase mi comentario anterior) y observando el cap. XV conforme a la tesis de Riffo y Contreras (por 3/5). En principio, para evitar la inconstitucionalidad sugerida por Riffo, i.e. el reemplazo vestido de reforma, bastaría con reformar (vía cap. XV) el reemplazo del cap. XVI antes de efectuarlo, i.e., con modificar el cap. XVI para luego “reemplazar” bajo una versión del cap. XVI reformada a la medida. Si los 3/5 del Congreso quisiera hacer esto, la Presidencia podría vetar la movida ejerciendo el veto del art. 128. Eventualmente, incluso podría convocar a un plebiscito. Si la Presidencia decidiera sin embargo no ejercer el veto del art. 128, entonces no podría declararse la inconstitucionalidad de la reforma efectuada conforme al cap. XV. En consecuencia, la Presidencia y los 3/5 del Congreso pueden en conjunto establecer el procedimiento que estimen conveniente para reemplazar la ley constitucional. Nótese que esto es una descripción del sistema constitucional actualmente vigente, según Riffo, Contreras y yo. ¿Qué agrega entonces el nuevo cap. XVI? Lo siguiente: si 3/5 del Congreso quiere elegir entre las alternativas señaladas en el nuevo cap. XVI, entonces a la Presidencia no cabría la posibilidad de vetar dicha decisión, pues el art. 128 no sería aplicable. (Pues si fuera aplicable entonces los caps. XV y XVI serían iguales). Lo que hace concretamente el misterioso cap. XVI anunciado por el gobierno es notable: habilita a los 3/5 del próximo Congreso para hacer lo que ya puede hacer con acuerdo de la Presidencia bajo la ley constitucional vigente, y habilita a los 3/5 del próximo Congreso para elegir entre cuatro alternativas con prescindencia del acuerdo con la Presidencia (y luego de un eventual plebiscito). Esto exhibe nuestra situación espiritual en toda su desnudez: cuando en un discurso presidencial se afirma que se “habilitará al próximo Congreso”, debe entenderse “se deshabilitará al próximo Presidente”.

miércoles, 11 de noviembre de 2015

Distinciones constituyentes: Respuesta a Diego Pardo

por Ernesto Riffo Elgueta*
Mis desacuerdos con el comentario de Diego Pardo son fundamentales. Puedo resumirlos afirmando que (1) no creo que la ausencia de un mecanismo de reemplazo en la constitución vigente constituya una laguna, y que (2) no creo que la incorporación ni el ejercicio de la facultad de reemplazo en un eventual capítulo XVI pudiera resultar en el surgimiento de antinomias.
Trataré de expandir y justificar tales afirmaciones en lo que sigue. Comienzo con algunas diferencias fundamentales entre la forma en que Diego y nosotros analizamos el problema.
Él entiende que el argumento según el cual la incorporación del capítulo XVI sobre reemplazo de la constitución (“ley constitucional”, en su terminología) descansa sobre la idea que esta actualmente no contendría un “mecanismo de reemplazo”. En rigor, la premisa que nos interesa afirma que la constitución vigente no regula la facultad de reemplazo. A fortiori, no regula tampoco un mecanismo para ejercer esa facultad. Sin embargo, sí contempla un procedimiento (el del capítulo XV) que podría utilizarse para lograr el efecto de reemplazar el texto completo de la constitución. Sin embargo, la posibilidad de utilizar un mecanismo jurídico para lograr un efecto es algo distinto de la atribución de la facultad para realizar ese efecto, y ninguna implica la existencia de la otra. Así, es posible la atribución a un órgano de una facultad sin que exista el mecanismo para ejercerla (porque, por ejemplo, no se ha dictado su ley orgánica constitucional), tanto como es posible que exista un procedimento que permita lograr un efecto para el cual no se ha reconocido la facultad (por ejemplo, si se crea una norma inconstitucional sujeta a control de constitucionalidad eventual, pero este nunca se realiza).
Dada la existencia independiente de facultades y mecanismos, es pertinente hablar de lagunas en el sentido usado por Pardo (“incompletitud contra el plan”) cuando se ha atribuido una facultad pero no se ha otorgado el mecanismo para ejercerla. En el caso del reemplazo, en cambio, lo que afirmamos es la ausencia de la facultad misma, por lo que la ausencia de un mecanismo no cuenta como laguna. No existe, de esta forma, una “expectativa jurídica” de que la forma de ejercicio de la facultad de reemplazo esté regulada. Sí existe, en cambio, una expectativa política de que ella sea regulada, la que, por lo demás, está configurada en parte por el contenido “dogmático” de la constitución vigente. (Esta última afirmación puede entenderse como una interpretación sustantiva del requisito de que el proceso constituyente sea “institucional”). Dado esto, la expectativa política solo podrá ser satisfecha si la regulación que se incorpore es coherente con el contenido político-normativo relevante de la constitución. En este caso, ese contenido normativo es la concepción del ejercicio de la soberanía que pueda extraerse del texto de la constitución vigente.
Dadas las consideraciones anteriores, nuestra tesis es que, si bien el artículo 127 permite lograr un resultado similar al que el ejercicio de la facultad de reemplazo permitiría, tal artículo no regula esa facultad. Así como cuando la única herramienta disponible es un martillo todo (viz. un tornillo) parece un clavo, cuando solo está disponible el mecanismo del artículo 127 todo (i.e. el reemplazo) parece reforma.
Ahora, respecto del eventual estado de cosas antinómico a que la incorporación de un mecanismo de reemplazo daría lugar, la diferente naturaleza de las facultades de reforma y reemplazo previene esa posibilidad, pues los ámbitos de validez del artículo 127 y el eventual nuevo capítulo serían distintos. Más aun, el uso del mecanismo del capítulo XV para efectuar un reemplazo resultaría inconstitucional en virtud de los artículos 6°, 7°, y –desde luego– el eventual capítulo XVI.
Pardo afirma que el hecho de que la distinción entre reforma y reemplazo sea material tiene como consecuencia que no existe un “concepto jurídico-institucional de reemplazo”, y que por tanto la exigencia de que se regule la segunda de estas facultades “constituye más bien un alegato político, no un argumento jurídico”. No comparto la distinción sugerida entre lo material y lo jurídico-institucional. Creo necesario hacer una distinción que sospecho que Pardo confunde. Por un lado, la distinción de las categorías de reemplazo y reforma es conceptual, y no depende ella misma de un juicio material concreto respecto de dónde se encuentra el límite entre ellas. Al mismo tiempo, la determinación de los límites en concreto entre ellas sí supone un juicio jurídico-político concreto, a saber, la identificación de la “esencia” o criterios de identidad de la Constitución.
Buena parte del desacuerdo con Pardo, creo, se refiere a la posibilidad de juicios jurídico-institucionales sobre la identificación de ese límite. Así entiendo su afirmación final en el sentido de que “el derecho ya sobrepasó hace mucho los límites de su propia comprensión”. Por contraste, creo que aún es posible argumentar jurídicamente acerca de la posibilidad de regular el reemplazo constitucional y la forma que esa facultad debiera tener. Tal argumento se sustenta en consideraciones conceptuales, así como en disposiciones procedimentales y sustantivas del texto vigente. En resumen, es el siguiente:
(1) Las facultades de reforma y reemplazo son conceptualmente distintas;
(2) El capítulo XV solo regula la de reforma;
Por tanto,
(3) Un capítulo XVI que regule la de reemplazo regularía una materia no regulada por el texto vigente.

Del texto del artículo 127 y el punto (3) se sigue que ese capítulo nuevo puede (en efecto, debe) ser aprobado satisfaciendo el quórum de 3/5. Por cuanto la distinción in concreto entre reforma y reemplazo es material, el argumento no está abierto a la reductio sugerida por Pardo.
En cuanto a la forma específica que debiera tomar la regulación contenida en el capítulo XVI, la primacía, bajo las reglas constitucionales vigentes, del ejercicio de la soberanía por parte del pueblo queda demostrada, en primer lugar, por el texto del artículo 5° (“La soberanía […] se realiza por el pueblo a través del plebiscito y de elecciones periódicas y, también, por las autoridades que esta Constitución establece”, mi énfasis). En segundo lugar, tal primacía es ratificada por la hipótesis plebiscitaria del artículo 128. En este caso, la decisión popular derrota, según sea el caso, tanto a la voluntad presidencial como a la del Congreso, incluso si esta última expresa el apoyo de 2/3 de sus integrantes. Dada esa primacía de la voluntad popular, el ejercicio de la facultad de reemplazo puede otorgarse (por medio de una reforma constitucional aprobada bajo la regla de 3/5) al pueblo en plebiscito, quien la ejercerá de acuerdo a la regla de la mayoría que regula este mecanismo de ejercicio de la soberanía. Esta, sostengo, es la regulación que, si decidiera incorporarse, debería tomar el ejercicio de la facultad de reemplazo constitucional.
No es mi propósito defender la propuesta de la Presidenta de “habilitación” por parte de esta legislatura a la siguiente (en efecto, creo que es una propuesta incorrecta), por lo que no me referiré aquí a los puntos que Pardo plantea al respecto.

* Profesor de Derecho, Universidad Católica Silva Henríquez

miércoles, 4 de noviembre de 2015

La regla de decisión del nuevo capítulo constitucional

por Diego Pardo Álvarez*

El argumento de Riffo y Contreras (continuado por Garín) acerca de la regla de decisión parlamentaria (o quorum, en su terminología) amerita de un examen jurídico ulterior. La necesidad de agregar un nuevo capítulo a la ley constitucional (en adelante, el “cap. XVI”) descansaría en la premisa de que, al decir de Bachelet, “la actual Constitución no contempla mecanismos para elaborar una nueva carta fundamental”. La ley constitucional, de acuerdo a esta premisa, contemplaría sólo una regla de reforma (la contenida en el art. 127), mas no un mecanismo de reemplazo. Habría entonces, aparentemente, una laguna a ser subsanada con el cap. XVI. 

El argumento de la laguna es sin embargo equívoco. Parece descansar, en Riffo y Contreras, en la distinción material entre reemplazo (total) y reforma (parcial). Ella dependería de una interpretación sustantiva de qué es lo compone esencialmente la Constitución actual (y su vínculo con la ley constitucional vigente). El hecho de que la distinción se plantee en términos materiales ya exhibe, sin embargo, que no existe un concepto jurídico-institucional de reemplazo. Dado que una laguna consiste en una “incompletitud contra el plan” (Canaris, 1983), no basta con que Bachelet considere que el reemplazo no está regulado, sino que es necesario además justificar la expectativa jurídica de tal regulación, es decir, mostrar que el derecho advierte y persigue subsanar su propio déficit. El argumento de la laguna constituye más bien un alegato político, no un argumento jurídico.

De la inexistencia de un mecanismo institucional de reemplazo es correcto concluir que la ley constitucional no contempla un procedimiento de reemplazo total (de revisión o de creación constitucional). Incorrecto es concluir empero que también el reemplazo total (material) no está sometido a la regla del art. 127. En principio, debería considerarse que el art. 127 regula tanto la reforma (parcial) como el reemplazo (total). Eso es lo que precisamente subyace al hecho de que la distinción entre reforma y reemplazo sea material y no institucional: todo procedimiento que satisfaga el art. 127 debe ser considerado institucionalmente como una reforma, con independencia de que se modifique la totalidad de las disposiciones de la ley constitucional vigente. Y esto quiere decir que si el actual constituyente pretendiese promulgar una nueva ley constitucional, la ley constitucional vigente sujetaría su aprobación a la regla de 2/3 en todo lo que contradiga las disposiciones cuya modificación requiere de tal regla de decisión según el art. 127. 

Es menester preguntarse en segundo lugar por qué sería necesario que la propia ley constitucional contemplase tal mecanismo de reemplazo. Si la distinción significativa entre reforma y reemplazo fuera material y cualitativa, no existiría reserva jurídico-constitucional alguna que disponga incluir la regulación del procedimiento de reemplazo en la ley constitucional vigente. Si se quisiera, (y con independencia de otras consideraciones), el procedimiento de reemplazo podría dictarse por decreto (potestad autónoma) o por mayoría parlamentaria (conforme a la LOC del Congreso). El problema surge porque, como podrá suponerse, algunas disposiciones de la ley procedimental nueva podrían encontrarse en contradicción, en el caso concreto, con algunas disposiciones de la ley constitucional vigente (en particular con el art. 127). Dado que toda antinomia entre ley y ley constitucional se resuelve apelando a la jerarquía, la ley procedimental tendría que, en el caso concreto, ceder ante la ley constitucional. Lo que parece buscar el gobierno al promulgar el cap. XVI es precisamente evitar el problema de la resolución de una eventual contradicción con el art. 127 apelando a la jerarquía.
 
La obsesión con una salida “institucional” explica entonces porqué el procedimiento habría, bajo la apreciación del gobierno, de ser aprobado como una reforma constitucional. La pregunta jurídica relevante no se refiere entonces a cómo aprobar un nuevo capítulo de la ley constitucional, sino más bien a cómo se resuelve la eventual antinomia a la que daría pie el cap. XVI frente al art. 127. La ley constitucional distribuye competencias, y lo significativo del problema es como conciliar las normas promulgadas en virtud de tales competencias. La dificultad interpretativa que plantea la ley constitucional chilena es que la formulación del art. 127 vincula la regla de decisión aplicable a un supuesto de hecho puramente formal: la pertenencia o no a un determinado capítulo de la ley constitucional de la disposición a modificar (o incluir). La pregunta que surge es si dicha formulación formal permite excluir un criterio sustantivo de interpretación. No estoy en condiciones de responder esa pregunta en términos generales, ni este es el lugar para hacerlo. Pero creo necesario mostrar que la solución puramente formal (i.e. que la regla de decisión aplicable dependería exclusivamente del número del capítulo a ser modificado, no además de las materias reguladas en determinados capítulos) estaría sometida a una eventual reductio ab adsurdum: si la interpretación del art. 127 fuera puramente formal, habría que concluir que toda disposición constitucional sería modificable por 3/5 simplemente dictando un nuevo capítulo contradictorio con los vigentes (o agregando a uno sometido a 3/5 reglas incompatibles con las que requieren de 2/3).

De esta reducción al absurdo se deduce que, ex hypothesi, el cap. XVI no puede tener fuerza derogatoria (no puede derogar ni expresa ni tácitamente) el art. 127 de la ley constitucional vigente. Pues si así fuere, fracasaría la tesis de la suficiencia de los 3/5 para su aprobación: el argumento de Riffo y Contreras no sólo tiene que descansar en que el cap. XVI debe dejar inalterado el art. 127, sino incluso debe considerarse como la satisfacción del propio supuesto de hecho de la regla del 127. Así es precisamente como lo han planteado, correctamente a mi juicio.

Supóngase ahora que el cap. XVI, aprobado por 3/5, dispone que “una mayoría de 3/5 de los Senadores y Diputados en ejercicio determinará el mecanismo de reemplazo de la ley constitucional vigente, entre las siguientes alternativas: a, b, etc. (las planteadas por Bachelet)”. Dado que conforme a la tesis de Riffo y Contreras el cap. XVI no podría precluir en ningún sentido el art. 127, habría que considerar que el art. 127 permanece inalterado con esta decisión: esto se sustentaría en la distinción, ahora institucional gracias al cap. XVI, entre reemplazo (total) y reforma (parcial). Desde luego tanto un procedimiento de reforma como uno de reemplazo aspiran al mismo objetivo: la promulgación de disposiciones jurídicas de rango constitucional. Lo que hace el cap. XVI aquí, sin embargo, es constituir un nuevo criterio procedimental de validez para la promulgación de una nueva ley constitucional (reemplazo), que cohabitaría con el antiguo procedimiento de reforma (art. 127). Ambos procedimientos serían simultáneamente vigentes: si se observa el art. 127, entonces dicho acto constituye (institucionalmente) una reforma (aunque materialmente sea un reemplazo); si se observa el cap. XVI, entonces se trata (institucionalmente) de un reemplazo (aunque materialmente el cambio pueda considerarse una mera reforma).

En conclusión, es formalmente correcto que resulta suficiente para aprobar un nuevo capítulo (cualquiera) de la ley constitucional la aplicación de una regla de la mayoría calificada de 3/5 y no 2/3. El argumento para sostener esto es precisamente el tenor literal del art. 127, como bien sostienen Riffo y Contreras. El problema radica en que a consecuencia de su argumento la normatividad del cap. XVI deviene en irrelevante. Pues si el cap. XVI debe ser aprobado bajo una regla de 3/5, entonces sería incapaz de disponer algo en contra de la voluntad del órgano competente conforme al art. 127. El cap. XVI puede disponer cualquier cosa (por ej. varias alternativas para el reemplazo), pero nada de lo dispuesto obligaría al Congreso cuando decide conforme al art. 127. Si, por ejemplo, el próximo Congreso mediante 3/5 determinara que la ley constitucional será reemplazada no mediante las alternativas propuestas por Bachelet, sino por “el texto que dicte Diego Pardo Álvarez”, dicho acto no podría considerarse (prima facie) como inconstitucional, sino que tendría que considerarse como una modificación del cap. XVI mediante el ejercicio de la competencia contenida en el art. 127. El cap. XVI sólo permite calificar cierto acto institucional como “reemplazo” (a saber, lo que Diego Pardo Álvarez dicte), pero no admite interpretarse como constriñendo en ninguna medida relevante al Congreso.

Así, si el argumento sostenido es correcto, resulta cuestionable qué tan caritativa sea la tesis de Riffo y Contreras respecto de la pretensión normativa que subyacería a la eventual promulgación del cap. XVI. Bachelet afirmó en su discurso lo siguiente:

“En esta reforma, propondremos al actual Congreso que habilite al próximo para que sea él quien decida, de entre cuatro alternativas, el mecanismo de discusión del proyecto enviado por el Gobierno y las formas de aprobación de la nueva Constitución”.

Bajo la tesis de Riffo y Contreras, esta declaración de intenciones carecería de significación. Pues una reforma mediante la cual el actual Congreso habilite al próximo para decidir algo que el próximo ya puede decidir bajo la ley constitucional vigente carece por completo de sentido. Es como si el actual Congreso habilitara al próximo para legislar. Con independencia de que declaraciones sin significación jurídica puedan ser cruciales en términos políticos, no es admisible desde el derecho interpretar un cap. de la ley constitucional como irrelevante. 

Finalmente surge la pregunta acerca de la relación inversa: ¿Sería relevante en términos normativos el cap. XVI si se aprobara por 2/3? Parece ser que la creencia en una respuesta afirmativa motiva al gobierno a someter el cap. XVI a dicha regla de decisión de 2/3. Dicha creencia es ciertamente errónea si descansa en cualquier tesis sobre un supuesto poder derogatorio material de las reglas de decisión (i.e., por ejemplo, que 2/3 se impondría siempre a 3/5). Pero si el cap. XVI fuera promulgado bajo la regla de los 2/3, el interprete de la ley constitucional si contaría con alguna razón institucional para considerar que, prima facie, el cap. XVI podría tener fuerza derogatoria del art. 127, i.e., habría una razón institucional para afirmar que, prima facie, el constituyente reformador no puede decidir sobre el reemplazo fuera de los márgenes del nuevo cap. XVI.

El discurso de Bachelet da pie a múltiples ejercicios de ficción jurídica, como el precedente. Sin una materialización de sus intenciones no queda mucho más por hacer desde el derecho. No más que reconocer que, ante formas de contradictio in adjecto como “poder constituyente ‘institucional’”, “revolución ‘legal’, revolución ‘democrática’”, y otras imaginables, el derecho ya sobrepasó hace mucho los límites de su propia comprensión.


*Abogado, Universidad de Chile. Doctorando por la Georg-August-Universität zu Göttingen, Alemania. Javier Contesse S., a quien agradezco sus comentarios al presente texto, no debe ser responsabilizado por su contenido ni por su publicación.

viernes, 10 de julio de 2015

Decaimiento y el fantasma de los procesos administrativos kafkianos: El próximo paso.



Por Guillermo Jiménez

José Miguel Valdivia y Tomás Blake han publicado un interesante trabajo en el último número de Estudios Públicos acerca del decaimiento del procedimiento administrativo sancionatorio. En contra de una controversial jurisprudencia de la Corte Suprema, ellos argumentan convincentemente que esta institución no debe ser reconocida en el derecho administrativo chileno. En esta columna presento una sinopsis del argumento central del articulo (que espero que invite a la lectura del original) y ofrezco una visión pragmática respecto del futuro de este debate. Sostengo que a cinco años de la primera sentencia en la materia, ya es hora de preguntarse por la reacción que está teniendo o debería estar teniendo la autoridad para afrontar esta realidad jurisprudencial.

Un concepto desconocido hasta hace poco, el decaimiento del procedimiento administrativo hace referencia a una idea bastante simple: La administración pública no puede aplicar una sanción si el procedimiento que precede a su decisión se ha dilatado excesivamente en el tiempo.  En ocasiones es el propio legislador el que establece un plazo tras el cual el procedimiento caduca. En tal caso, la administración tiene que iniciar un nuevo procedimiento si el plazo de prescripción no se ha completado. Pero -quizás sorprendentemente- en muchas ocasiones la legislación chilena no fija un plazo tras el cual el procedimiento sancionatorio caduca. Irónicamente, esto muestra que no sólo la desidia administrativa es posible, sino también la legislativa ¿Significa eso que la administración puede dilatar el procedimiento indefinidamente?

Tal vez acechados por el fantasma de un proceso kafkiano sin fin, la jurisprudencia que Valdivia y Blake atacan responden la anterior pregunta con una rotunda negativa. Aunque la legislación nada diga –ha sostenido la Corte Suprema- existe un plazo de dos años tras el cual la administración no puede aplicar sanciones.  Para llegar a este resultado la Corte ha aplicado por analogía el plazo que la ley de procedimiento administrativo fija a la órganos públicos para invalidar sus propios actos ilegales.

Siguiendo un tradicional estilo letrado, y con el fin de rechazar el decaimiento del proceso administrativo, Valdivia y Blake comienzan examinando los argumentos principales invocados por la Corte. Primero, acusando confusión conceptual de parte de la Corte, ellos sostienen que el mero transcurso del tiempo no es un elemento suficiente para afectar la validez de un acto administrativo. En segundo lugar, los autores niegan que el transcurso del tiempo frustre la finalidad que la administración persigue al imponer una sanción.  En tercer lugar, aunque conceden que el retraso de la administración pueda ser reprochable, ellos objetan que el decaimiento sea la medida adecuada para sancionar esa irregularidad. Al respecto, Valdivia y Blake afirman que ‘no puede aceptarse, a menos que los textos legales aplicables prevean lo contrario, que la autoridad pierda su potestad sancionatoria por el hecho de incurrir en retraso o inactividad’ (p. 118). El decaimiento, en consecuencia, no encontraría fundamento ni en el paso del tiempo, ni en la frustración del fin del acto, ni tampoco en la idea de sanción al retardo administrativo.

La segunda parte del artículo analiza argumentos relativos al debido proceso y la seguridad jurídica. Los autores sugieren que estos argumentos tienen más peso que los estudiados en la primera parte, pero afirman que tampoco son suficientes para justificar el decaimiento del procedimiento administrativo. Para poder establecer una sanción de las características del decaimiento, sería necesaria una intervención legislativa que clarificara y especificara las condiciones bajo las cuales ella operaría. Sin esa especificación previa, no sería propio que los jueces restringieran de manera tan radical las potestades administrativas. Según los autores, interviniendo en esta materia, los tribunales estarían dando una indebida prioridad a los intereses individuales de los investigados, por sobre el interés general representado por la acción administrativa. Ellos sugieren, por lo tanto, que es a través de leyes, en vez de sentencias, como el problema debe ser resuelto.

Los argumentos de Valdivia y Blake son sólidos y convincentes. Se unen a otros trabajos que han argumentado en la misma dirección en contra de la jurisprudencia de la Corte Suprema. Como resultado de estas contribuciones, me parece que ya se puede afirmar con confianza que la critica al decaimiento está doctrinalmente madura.

Sin embargo, parece menos persuasiva la afirmación con que los autores cierran su trabajo. Ellos concluyen que ‘la teoría del decaimiento no tiene ni puede tener sustento en el derecho administrativo [chileno]’.  Se podría sostener que una afirmación como esta carece de una necesaria dosis de realismo. En efecto, tras leer esta  aseveración uno se pregunta, inmediatamente,  ¿cómo se interpreta entonces el hecho de las cortes están consistentemente aplicando esta teoría para echar abajo decisiones administrativas? ¿No significa eso que el derecho chileno actualmente acoge la -tal vez equivocada- teoría del decaimiento? ¿No debería el administrador preocupado de la legalidad (y eficacia) de sus decisiones tener en cuenta esa realidad y ajustar su conducta en conformidad a ella? Lo que estas preguntas revelan es que, sin perjuicio que la Corte eventualmente se convenza por los persuasivos argumentos de la doctrina crítica del decaimiento, es necesario adoptar una actitud pragmática y tomar medidas administrativas y legislativas al respecto. La primera decisión judicial en esta materia tuvo lugar hace ya más de cinco años, el 2009, y no sabemos con certeza cómo ha reaccionado la autoridad al respecto. ¿Se han modificado las leyes orgánicas respectivas fijando plazos de caducidad? ¿Los nuevos procedimientos sancionatorios están regulando esta materia? ¿El Consejo de Defensa del Estado ha recomendado a las autoridad administrativas acelerar la tramitación de los procedimientos administrativos que no poseen plazos de caducidad fijados por ley para evitar más sentencias en contra?

Estas preguntas se enfocan en lo que pasa después que la litigación concluye y –me parece- ofrecen interesantes senderos para investigaciones académicas futuras, empíricamente fundadas, pero lo que es aún más importante, ellas deberían ser urgentes preocupaciones de política administrativa. En definitiva, ellas indican el paso siguiente tras una crítica doctrinal a la teoría del decaimiento que parece consolidada, a la que Valdivia y Blake, junto con otros, han contribuido robustamente en los últimos años.