viernes, 26 de noviembre de 2010

¿Cómo afecta el voto obligatorio a la libertad?

Por Pablo Marshall Barberán

Nuevamente – ¿cómo no? – está en debate la cuestión de si el voto debe ser voluntario u obligatorio. Se vuelven a repetir los argumentos de lado y lado, como disco rallado.
Revisemos los argumentos de los promotores del voto voluntario.

Primero, el voto voluntario aumentaría la participación electoral. Obviamente, este argumento es débil. La participación electoral, si uno mira el horizonte comparado, es siempre mayor allí donde el voto es obligatorio. Es mayor porque los ciudadanos se ven compelidos a votar por temor a la posible sanción, pero también es mayor porque el simbolismo que involucra que el voto sea obligatorio es entendido por los individuos como un deber que los identifica y distingue como ciudadanos. Quienes sostienen que la pura conversión del voto obligatorio a voluntario es suficiente para aumentar el caudal electoral, están equivocados. Ello podría ser así, si se implementase otro tipo de reformas que estimulara la participación a través de la evidenciación de la influencia del voto en la toma de decisiones estatales. Eso que en Chile no está cerca de suceder.

Segundo, el voto obligatorio aumenta el poder del Estado haciendo que la voluntad de los ciudadanos no importe; el voto voluntario devolvería el poder a los ciudadanos. En este argumento está la falacia más recurrente de los defensores del voto voluntario. Consiste en hacernos pensar que un derecho debe ser siempre, al mismo tiempo, una libertad. Es perfectamente posible la existencia de un derecho – que consiste en este caso, en que el Estado no puede evitar que yo ejerza el voto que la Constitución me garantiza – cuyo contenido sea obligatorio – obligación que consiste en que el ciudadano debe ejercer el voto –. Que el voto sea un derecho y una obligación quiere decir que ni el Estado ni el propio ciudadano pueden voluntariamente impedir que el sufragio se efectúe. Pero no se entiende cómo eso hace que el poder político transite desde los ciudadanos hacía el Estado. Eso sería plausible si el gobierno de turno pudiera determinar los casos en que el voto fuera obligatorio; pero cuando lo que hacemos es discutir sobre una norma constitucional es evidente que no es una cuestión que queda en manos del gobierno de turno.

Tercero, y aquí nos acercamos a la cuestión objeto de esta columna, el voto obligatorio afecta la libertad de los individuos. Y por supuesto que lo hace. Desde una perspectiva liberal, todas o casi todas las normas estatales afectan la libertad de los individuos. La obligación de manejar con cinturón de seguridad es una norma que afecta la libertad tanto como lo es la prohibición de disparar armas de fuego sobre seres humanos. Esto es así, si entendemos por libertad el poder actuar conforme a nuestro arbitrio sin interferencias. El argumento de la libertad puede ser objeto de varias observaciones:

(a) hasta los más fervientes liberales reconocen que hay otros intereses adicionales que proteger y fomentar además de la libertad individual. Prohibimos matar porque protegemos la vida; obligamos al uso del cinturón porque valoramos la seguridad durante actividades peligrosas; por último, obligamos a votar porque consideramos importante la legitimación democrática del gobierno.

(b) hay otras formas de entender la libertad, distintas a la no-interferencia. La libertad puede también ser concebida como la ausencia de dominación arbitraria por parte de un tercero. En este sentido, la libertad no importa la posibilidad de hacer lo que se me antoje, y mis acciones puede estar limitadas, tanto por consideraciones de libertad -  esto es, implementar mecanismos de no dominación – como por otro tipo de intereses o fines que los ciudadanos libremente determinen.

(c) es difícil entender que cualquier afectación de la libertad tenga el estatus de afectación a una libertad fundamental como se ha sugerido por los defensores del voto voluntario. Este es el punto sobre el que me quiero detener al final de esta columna.

Es bien diferente decir que el voto obligatorio afecta mi libertad de acción que decir que afecta mi libertad política – tendemos a pensar en la libertad política como una libertad fundamental –. Eso se traduce para quienes apelan al argumento de la prioridad de la libertad, por sobre otros objetivos o valores, en la necesidad de justificar la importancia de la libertad afectada. En los términos del debate actual, que la obligatoriedad del voto afecte mi libertad de irme a la playa por el fin de semana o mi libertad de quedarme en casa descansando, no parece ser un argumento de atención, ni parece reclamar la prioridad que los liberales reclaman para las libertades fundamentales por sobre la comunidad. Ese argumento si debe considerarse con atención cuando lo que es amenazado es la libertad política, esto es, la posibilidad de elegir libremente entre las distintas opciones disponibles para ejercer el poder del Estado, que incluye por supuesto, el rechazo de la oferta que se manifiesta institucionalmente a través de las elecciones.

Si los defensores del voto voluntario logran demostrar que el voto obligatorio viola la libertad política de los ciudadanos tendrán un buen argumento para su propósito. Pero ese argumento no ha sido esgrimido convincentemente en la discusión pública todavía: ¿libertad de qué? es la pregunta que subsiste.

En este sentido, se ha argumentado que al obligar a los ciudadanos a votar se les priva de la opción de expresar su rechazo al sistema político vigente como una forma legítima de toma de decisiones. Es curioso que ese argumento venga ofrecido justamente por los defensores del orden establecido, esto es por definición, la derecha.

Si bien este argumento es poderoso, porque atiende a la única manifestación de la libertad política que no sería adecuadamente respetada por el voto obligatorio (la flojera o las ganas de ir a la playa no pueden considerarse libertades políticas fundamentales), no parece que el voto voluntario sea la forma adecuada de comprometerse con su respeto. Fundamentalmente, porque el voto voluntario no permite diferenciar quienes rechazan el sistema de quienes no concurren a votar por razones egoístas. Pero también porque existen otros mecanismos institucionales que permitirían, antes que el voto voluntario, considerar la libertad política de quienes rechazan el sistema político. Un ejemplo de estos últimos es un mecanismo de excusión para la elección que signifique un sacrificio a la libertad de acción equivalente a la concurrencia a la votación, pero que no obligue a los ciudadanos a la expresión política a favor del sistema político imperante. Es más, el trámite podría hacerse incluso en la misma mesa receptora de sufragios a la cual el ciudadano está adscrito. Es más, quienes rechazan el sistema político actual como legítimo, deberían declararse partidarios del voto obligatorio, pues el es modelo que les permite expresar su desacuerdo diferenciadamente de los egoístas, como una forma de desobediencia civil.

Si no es la libertad de rechazar el sistema político imperante, ¿cuál es la libertad fundamental a la que afecta el voto obligatorio? ¿Cómo afecta el voto obligatorio a la libertad? Espero una explicación.

jueves, 25 de noviembre de 2010

¿Por qué seguir con las becas Chile?


Hace unos días se divulgó que el Gobierno reformará en una serie de sentidos el sistemas de becas para realizar postgrados en el extranjero (becas chile). La idea de fondo es racionalizar el sistema y restringir el número de beneficiarios.
Es indudable que el sistema tiene que sufrir modificaciones para asegurar imparcialidad y equidad en la asignación de las becas. Pero ni la finalidad ni las medidas concretas del Gobierno van en la dirección correcta.
Ante todo, restringir significativamente el número de becarios va justamente en contra del sentido original de esta política. El objetivo de ella no es beneficiar a personas concretas especialmente dotadas intelectualmente para que desarrollen investigaciones aisladas en sus respectivas áreas. El desafío, en cambio, es colectivo. Como país necesitamos aumentar la cantidad de ciudadanos con estudios avanzados para alcanzar los niveles de desarrollo que nos hemos autoimpuesto.
Un ejemplo histórico puede ayudar a ilustrar la importancia del punto recién señalado. Eric Hobsbawm, preguntándose por las razones del declive británico a fines del siglo XIX y comienzos del XX, ha mencionado a la educación como un factor relevante. Por ejemplo, en 1913 Gran Bretaña contaba con sólo 9.000 estudiantes universitarios mientras que Alemania contaba con 60.000. En el mismo sentido, hace notar que Inglaterra y Gales poseían 350 ingenieros graduados mientras Alemania poseía 3.000. Estos datos explican en parte el declive británico. Gran Bretaña dejaba todas las decisiones de inversión económica a las decisiones aisladas de los privados. Por eso no fue capaz de desarrollar políticas de Estado que fueron antieconómicas en el corto plazo, pero vitales en el mediano y largo plazo.
No obstante, la propuesta del gobierno no sólo tiene problemas de orientación, sino también problemas en el plano específico. Que sólo puedan ganar la beca quienes hayan sido aceptados previamente en un programa de postgrados tiene varias desventajas. Ante todo, claramente esto no genera un ahorro significativo. Si una persona recibe la beca y luego no queda aceptado en un programa de postgrado, entonces no habrá gasto en ningún sentido relevante. Obviamente quien no es aceptado en el programa no gastará recursos públicos en ese programa. Tampoco viajará al país respectivo, ni nada por el estilo. Ahora, si para postular tuvo que aprender otro idioma y para eso recibió una beca, no parece una mala política aquella que indirectamente genera más profesionales que hablen un segundo idioma.
Si bien la reforma no ahorra costos, sí genera otros problemas. Un problema mayor es de coordinación de los tiempos entre la postulación-adjudicación de las becas y la postulación-aceptación en las universidades. Por un lado, esto significará que perderemos un importante beneficio del sistema actual, como es postular a las universidades con el financiamiento asegurado. Esto es relevante, pues es un factor que las Universidades extranjeras consideran para aceptar a los postulantes. Por otro lado, hay un problema de coordinación propiamente tal. La reforma promueva largas esperas para iniciar el programa. Así, entre septiembre y marzo de un año debe postular a un programa y ser aceptado. Luego, en junio de ese año debe postular a las becas. Sólo en noviembre sabrá los resultados. Si es aceptado, sólo en septiembre del tercer año (¡) podrá iniciar sus estudios. Todo se complica más si el profesional quiere seguir un magíster y luego un doctorado. En definitiva, el sistema haría imposible o extremadamente oneroso seguir la beca del perfeccionamiento fuera de Chile.
Para terminar, quiero comentar brevemente la posibilidad de modificar el sistema de becas por un sistema de créditos. Se dice que en Chile quien tiene un postgrado en el extranjero incrementa sus ingresos sustantivamente respecto de la generalidad de la población. Por eso, un sistema de becas sería una idea regresiva. Por lo tanto, seria mejor establecer un sistema de créditos (blandos) de manera que quien en el futuro pueda pagar pague. Así, los estudios de postgrado serán una decisión individual de inversión “con garantía estatal”. Esta idea no sólo es contraria a la lógica colectiva que mencioné al inicio de esta columna de opinión. Además, creo un incentivo perverso: sólo los profesionales para quienes estudiar un postgrado sea una buena inversión tendrá estímulos para hacerlo. Quienes, en cambio, deseen estudiar disciplinas no (tan) rentables o bien quieran desarrollar carreras profesionales menos orientadas al mercado, tendrán trabas para estudiar un postgrado. Esta consecuencia es altamente no recomendable.
Al contrario, deben generarse incentivos para impedir que quienes decidan estudiar un postgrado sobre la base de consideraciones meramente económicas, tengan más dificultades en hacerlo. Eso se logra mediante exclusiones de financiamiento respecto de ciertos programas y mediante exigencias de “reembolso no económico” de los beneficios recibidos.
En consecuencia, las modificaciones que ha anunciado formal e informalmente el gobierno significarían un desajuste tal en el sistema que provocaría un cambio de orientación absolutamente inconveniente.

miércoles, 20 de octubre de 2010

Descentralización y democratización

Por Pablo Marshall Barberán

Es un eslogan afianzado que la descentralización política y administrativa implica mayor democracia. Ese eslogan se funda, por supuesto, en razones. Entre ellas se cuentan tanto malas como buenas razones. Entre las primeras se pueden anotar todas aquellas que son buenas razones para la descentralización, pero que no lo son porque hagan la toma de decisiones acerca de políticas públicas más democráticas, sino que las hace más eficientes o de mejor calidad. Un ejemplo de esto último, es la idea de que las autoridades encargadas de tomar las decisiones que afecten a una determinada localidad, estén en contacto estrecho con los habitantes de esa localidad. Esto es particularmente conveniente si tal localidad tiene rasgos diferentes a las demás localidades del país. Si eso es así, las decisiones serán más adecuadas si esos diferentes rasgos (y la comprensión que tienen los habitantes de dicha localidad de ellos) son tomados en cuenta a la hora de adoptar una política pública. Con todo, que ésta sea una buena razón para descentralizar las decisiones no la hace sin más una buena razón para afirmar que mediante esa descentralización la democracia se perfecciona.

Quienes pretenden sostener lo contrario, típicamente afirman su opinión en otro eslogan: “mientras las decisiones se encuentren más cerca de la gente, las decisiones serán más democráticas”. Sin embargo, es posible que la cercanía y la democracia de las decisiones no vayan de la mano. Eso es evidente cuando, como en Chile, nos enfrentamos a una conformación de los gobiernos regionales por parte del nivel central de la administración. Eso puede, junto con acercar las decisiones a las personas, volverlas menos democráticas. La forma en que el ciudadano se vincula con quien toma las decisiones es más lejana y la forma de participación que tiene la ciudadanía, que es mediante el sufragio en la elección de las autoridades centrales, tiene poco que ver con las personas y las decisiones que son tomadas en el nivel local. Mientras el vínculo entre la ciudadanía y la autoridad sea indirecto y la influencia que la primera tenga sobre la segunda no sea percibida como relevante, la descentralización no implicará democratización.

Sin embargo, hay otras razones que conectan internamente, y de una manera esta vez adecuada, descentralización y democracia, que no pueden reducirse simplemente a acercar las decisiones a la gente. Ellas implican entregar a los ciudadanos herramientas para que puedan influir en el contenido de las decisiones que las autoridades descentralizadas tomen. Esa influencia, sin embargo, no depende sólo de la cercanía, sino también de la actitud activa que los ciudadanos de una localidad tomen frente a las políticas públicas.

Lamentablemente, una actitud activa tiende a estar bloqueada por lo que Charles Taylor ha llamado el círculo vicioso de la apatía política, en que la sensación de alienación del ciudadano frente a la centralización y la burocratización de la sociedad redunda en que la apatía del ciudadano facilita “el crecimiento del poder del gobierno irresponsable, el cual incrementaría el sentimiento de impotencia que, a su vez, fijaría la apatía” (Argumentos Filosóficos, 1997).

Romper el círculo de la apatía, requiere dejar de considerar distante e insensible a las autoridades que toman las decisiones que afectan a los ciudadanos. La distancia es, por tanto, sólo uno de los problemas a corregir. Eliminar la falta de sensibilidad, o al menos atenuarla, requiere la incorporación de herramientas de participación en la esfera pública local y muchas veces la completa creación de ésta última.

El funcionamiento de una esfera pública local requiere que el conjunto de ciudadanos de una localidad pueda reflexionar conjuntamente sobre cuales son sus problemas y cuáles deberían ser las soluciones a aquellos. Ello constituye el punto de partida para que una comunidad local pueda influir en como las políticas públicas son llevadas a cabo.

Por otro lado, para eliminar la sensación de insensibilidad, se requiere que la esfera pública local pueda tener influencia real en las políticas públicas. Aquí el llamado a democratizar la elección de todas las autoridades locales está a tiro de cañón. Sin embargo, debe advertirse que esa decisión no redundará en más democracia ni facilitará la toma de mejores decisiones, si no va acompañada de una cultura pública local y cierta responsabilidad respecto a los asuntos comunes que no es fácil encontrar cuándo nos enfrentamos al círculo vicioso de la apatía.

La conexión entre democratización y descentralización no es, por tanto, fácil de construir. Por supuesto, y esto es lo que quiero recalcar, no se dará mediante la organización de elecciones populares para seleccionar a las autoridades locales, si quienes son llamados a elegir no muestran algún grado de compromiso con algo parecido a una comunidad política local. Sin comunidad local, la democracia local no es posible.

viernes, 8 de octubre de 2010

Persecución penal, medios de comunicación e igualdad

Por Pablo Marshall Barberán


El tratamiento que el sistema penal y los medios de comunicación social dan a las personas parece ser discriminatorio. La discusión en torno al juicio oral contra María del Pilar Pérez y a favor de Klauss Schmidt-Hebbel nos da una excusa para escrutar sobre razones e implicancias.

La semana pasada comenzó el juicio contra “La Quintrala de Seminario”. El caso, que desde su comienzo ha generado polémica, no podía parar de darnos una nueva oportunidad, ahora en el ámbito del juicio oral, para discutir. Los fuegos partieron por parte de la provocadora columna de Carlos Peña, que fue respondida inmediata y convincentemente por la carta del abogado querellante de la familia de la víctima. La discusión, en particular en lo que respecta a los derechos y funciones que corresponden a las víctimas dentro del sistema procesal penal parece no ser muy fructífera. A mi entender, Peña hablaba en un lenguaje ajeno al derecho positivo; hablaba de lege ferenda. La respuesta vino dada de lege lata. Es una discusión interesante sobre el sentido que tiene la intervención de las víctimas – o en este caso, de lege ferenda, de los familiares de la víctima – en el proceso penal; una discusión que considero no se ha tomado demasiado en serio a la hora de discutir cómo diseñamos nuestro sistema procesal penal. Pero eso no es sobre lo que me quiero detener.

Una de las cuestiones llamativas de la columna de Peña es su título. Él hace referencia a la diferencia social que hay entre querellante y acusada. Puede que en el caso de “La Quintrala” la diferencia no sea relevante, pero sí llama la atención sobre una particularidad del caso que no puede obviarse.

Esta semana se descubrió el cadáver de una mujer de alrededor de 25 años de edad que yacía en un sitio eriazo en la comuna de La Pintana. Estefanía Alfaro González, la mujer muerta, se encontraba embarazada de 8 meses. El caso llamó la atención de los medios por la presunta participación en la comisión del delito de un carabinero que frecuentaba a la mujer. De inmediato la atención se desvío desde la comisión de un homicidio a la morbosa consideración de que en su realización haya participado un funcionario que tiene justamente la función de evitar esa clase de hechos. Me gustaría saber, si el celo policial y administrativo, los recursos fiscales al servicio de la investigación, y los medios de comunicación que cubren el hecho, darán cuenta de este presunto crimen de igual manera que lo hicieron en el caso “Contra Pérez López”.

Sólo para abundar en antecedentes para una respuesta que ya parecerá obvia. En Mayo, fue asesinada Gemita Débora Pérez Garrido, de 20 años, en la comuna de La Granja. Su homicidio sólo fue comunicado cuando se encontró el cadáver y cuando se apresó a su presunto verdugo. En la prensa escrita, apareció sólo una nota de no más de 10 líneas.

La respuesta a si el Estado y los medios de comunicación – que no debemos olvidar, tienen un estatuto especial, pues cumplen una función pública –, tratan la comisión de delitos – en todos estos casos de homicidio – de igual forma, debe ser categórica: no.

La pregunta que sigue es: ¿es justo o razonable que sea así? Bueno, cuando nuestra constitución señala que todas las personas son iguales, y especialmente iguales ante la ley, no parece razonable ni justo. ¿Cuál es entonces el problema? Me parece que no puede agotarse el asunto de la discriminación en una columna como esta, pero sí pueden aportarse algunas ideas. En particular, me gustaría hacer dos comentarios.

En primer lugar, el carácter de crimen de alta connotación pública parece estar siendo en extremo relevante para determinar el nivel de gasto y prioridad que se da a un caso por parte del Ministerio Público. A mi parecer, eso transforma el sistema en discriminatorio. El gasto y la prioridad que deben tener la investigación de los delitos no pueden estar a merced de la sensación térmica con que la política criminal del gobierno, hoy reconvertida en “seguridad ciudadana”, se lleva a cabo. No puede responder a las exigencias, ni de una encuesta, ni de la opinología de matinal. Debe, si se quiere ser justo y razonable, dar igual tratamiento a los crímenes y delitos de un mismo tipo, independiente de su connotación televisiva o de la exclusividad social de las victimas. Para eso, el Ministerio Público tiene atribuciones y no se necesita reforma legal alguna.

En segundo lugar, el tratamiento que hacen los medios de comunicación en estos casos es ridículamente elitista y discriminatorio. Y la explicación de ello viene dada por la desvalorización de la función informativa sobre la visión competitiva que el libre mercado imprime en la producción de noticias por parte de los medios. Es interesante preguntarse, en esta lógica, qué es lo que marca que el caso “contra Pérez López” sea en extremo interesante. Las respuestas en competencia son: (1) la tesis de que “Los ricos también lloran”; (2) la tesis de “la nueva Quintrala” en nuestra cultura popular; (3) la tesis de que la víctima en este caso era “GCU”.

Cualquiera que sea la respuesta, la consecuencia que ha tenido el extremo interés que el caso ha gatillado en la población, repercute directamente sobre el resultado del juicio, pero también sobre el sistema informativo. Que los jueces son profesionales, al igual que los fiscales, no los hace inmunes a la influencia de la opinión pública. Por otro lado, no debemos olvidar que la producción de noticias, al igual que cualquier otro medio de producción tiene alcance limitado. En la medida que se producen más noticias sobre los Diego Schmidt-Hebbel Niehaus, se dejan de producir noticias sobre Gemita Débora Pérez Garrido y sobre Estefanía Alfaro González; y eso, es un problema para la igualdad.

sábado, 4 de septiembre de 2010

Chile, el terremoto y el mito

Por Juan Pablo Mañalich R.


(Publiqué este artículo en un periódico puertorriqueño en marzo de este año; lo dejo por si, aun con retardo, pudiera ser de interés.)


He recibido una invitación de Claridad para contribuir con un artículo acerca del terremoto y maremoto que azotó a Chile hace algo más de una semana. En la invitación se indicaba que el artículo podía ser testimonial o analítico. En mi caso, la alternativa es sólo aparente. Los habitantes de Santiago, la capital, en general estamos lejos de haber experimentado algo parecido a lo que vivieron, y siguen viviendo, los habitantes de la zona centro-sur del país. Pero esta precisión es, todavía, demasiado gruesa. Porque quizá lo más aterrador de este terremoto haya sido constatar, en los días inmediatamente siguientes, que en lo que se ha dado en llamar el “sector oriente” de Santiago –que agrupa las comunas en que viven los grupos de mayor poder adquisitivo –prácticamente no había huellas del sismo. “Es como vivir en otro mundo”, me dijo alguien que comentaba la abismante divergencia entre la propia situación inalterada y las incesantes imágenes de prensa que daban cuenta de la devastación padecida por los pobladores de Talca, Constitución, Concepción, y otros muchos asientos urbanos y rurales.

En esa oración, “es como vivir en otro mundo”, hay una sola palabra de más: la preposición “como”. Porque si Wittgenstein tenía razón, y “el mundo es la totalidad de los hechos, no de las cosas”, entonces es literalmente cierto que el mundo de muchos de los afectados por el terremoto es distinto del mundo en que se escriben estas letras.

En este abismo de lo inconmensurable, ha emergido, una vez más, un mito recalcitrante de la narrativa oficial cuando se trata de la reacción colectiva a algún “desastre natural” de proporciones: Chile es un país solidario. Éste es un eslogan que se repite, una y otra vez, hasta quedar grabado por insistencia en el aparato psíquico de todo “buen chileno”, y ha vuelto a mostrar resultados. Tras una jornada televisada de 25 horas de transmisión ininterrumpida, la campaña “Chile ayuda a Chile” no sólo logró cumplir con la recaudación esperada, sino que la duplicó, alcanzándose una suma de más de 60 millones de dólares. Algo que no deja de ser una demostración de la baja carga tributaria que soportan las grandes empresas cuyos gerentes y ejecutivos pasaban por el escenario, uno tras otro, a anunciar su sustancial aporte.

Este mito del Chile intrínsecamente solidario se reactiva de un modo abiertamente funcional a la interpretación hegemónica de lo acontecido: lo que aquí ha ocurrido es una catástrofe natural. Por supuesto, esto es trivialmente correcto, siempre que las diferencias preexistentes en cuanto a infraestructura también sean perfectamente naturales. (No hay que olvidar que en Santiago el terremoto alcanzó los 8 grados en la escala de Richter.) Que ésa sea la interpretación hegemónica vuelve bastante comprensible la perplejidad que, al mismo tiempo, medios, analistas y autoridades han mostrado frente a lo que llegó a ser llamado “el terremoto social” desencadenado por la catástrofe sísmica. En los días inmediatamente posteriores, y particularmente en la ciudad de Concepción, se produjeron episodios de “saqueo” desenfrenado de muchos establecimientos comerciales, lo que en definitiva determinó que la Presidenta de la República se viera forzada a decretar un estado de excepción constitucional que todavía se mantiene en la zona, y que ha significado que, a muy pocos días de entregar el poder al entrante gobierno de derecha recientemente elegido, el último gobierno de la concertación tuviese que contemplar cómo los militares se hacen cargo de restablecer el orden público en medio de toques de queda – algo que en Chile no ocurriría desde la dictadura militar.

Lo más curioso a este respecto, sin embargo, es la facilidad con que, en eso que algunos llaman la “opinión pública”, se impuso, como algo esencialmente obvio, una tajante y categórica diferenciación de aquellos casos en que la sustracción recaía sobre “bienes de primera necesidad”, lo cual no sería justificable, pero sí comprensible, frente a aquellos otros casos, muy distintos, de “vandalismo” y “pillaje” protagonizados por inescrupulosos movidos por el lucro y el ánimo de aprovechamiento, frente a los cuales clamara un generalizado sentimiento de indignación, que llevó a muchos a declararse avergonzados de comprobar que “no éramos todo lo bueno que creíamos”. Éstos son los mismos que ni siquiera llegan a advertir que el modo de comportamiento de semejantes “vándalos” y “pillos” es esencialmente fiel al modus vivendi que descansa en el modelo fanáticamente neo-liberal que constituye buena parte de eso que aquí se conoce como el “legado del gobierno militar”. Sí, ese mismo modelo que por dos décadas – tiempo necesario para generar la protección de la amnesia – fuera administrado, a veces de mala gana, pero en general con bastante disciplina y éxito, por la coalición de fuerzas democráticas que ahora se lo entrega de vuelta, bien conservado, a aquellos que, al amparo del régimen de Pinochet, lo diseñaron e implementaron. (Baste aquí apuntar que cuatro ministros integrantes del nuevo gabinete estudiaron economía, ni más ni menos, en la Universidad de Chicago.)

El Presidente electo recibe, este jueves 11 de marzo, un país que ahora más que nunca parece mostrarse dispuesto a aceptar su proyecto de “gobierno de unidad nacional”. La campaña televisiva del último fin de semana, que terminó con la Presidenta de la República y el Presidente electo arriba de un mismo escenario sosteniendo la bandera nacional, le ha servido de consagración plástica. Es una amarga ironía que el año 1978, durante el periodo de mayor brutalidad en la persecución y exterminio de los adversarios de la dictadura militar, fuese exactamente ese mismo formato el que lograra, así se nos dice, unir a una nación dividida. Tal es el rendimiento del mito de la solidaridad en Chile: produce la farsa de un vínculo histérico entre quienes quizá habiten un mismo territorio, pero no el mismo mundo.

martes, 31 de agosto de 2010

La agenda democrática del Gobierno

Por VL

Como bien ha recordado el Presidente, hace 25 años, cuando Chile aún era gobernado por el dictador Augusto Pinochet, se logró un acuerdo entre la izquierda y la derecha, que él llama “Acuerdo Nacional para la Transición a la Plena Democracia”. Fruto de tal acuerdo surgieron, señala Piñera, las bases de lo que sería la reforma constitucional de 1989.

En conmemoración de tal evento, Piñera anuncia esta semana el ingreso de tres proyectos de ley al Congreso: uno referido a la iniciativa ciudadana de ley, otro referido a la realización de plebiscitos comunales, y el último referido las declaraciones de patrimonio e intereses. El Presidente denomina a estos tres proyectos (o quizás a cada uno por separado) “La Agenda Democrática”.

Me gustaría comentar -siguiendo el estilo del Presidente- tres cosas.

Primero: El llamado Acuerdo Nacional para la Transición a la "Plena" Democracia, en verdad era un acuerdo para la transición a la Democracia (a secas). Además, hay que recordar que durante la negociación, la UDI planteó que había un punto que dificultaba la posibilidad de encontrar un acuerdo, esto es, que la oposición estimaba “indispensable reformar y flexibilizar aún más los mecanismos de reforma y eliminar los senadores designados”. La UDI agregaba que eso “significa(ba) entregar las llaves de la constitución para efectos que ellos puedan en el futuro hacer todos los cambios restantes para desmantelarla”[i]. Pese a tales declaraciones, el acuerdo final incluyó la eliminación de los senadores designados[ii]. Sin embargo, sometido a aprobación de la Junta de Gobierno, el texto acordado se rechazó, incluyendo -coincidentemente- la eliminación de los senadores designados, entre otros aspectos. Tal reforma constitucional sólo pudo llevarse a efecto en 2005.

[i] El mercurio sábado 6.05.1989. Citado por: Andrade Geywitz, Carlos: Reforma de la Constitución Política de la República de Chile de 1980, Editorial Jurídica de Chile, Santiago, 1991, p. 137.

[ii] Ver texto completo del acuerdo en: Andrade Geywitz, Carlos, ob. Cit., p. 315 y ss.

Segundo, la idea del proyecto de iniciativa ciudadana de ley data de 1995. Desde esa fecha se han presentado al menos 7 mociones parlamentarias[i]. Como sabemos, ninguno de tales proyectos ha prosperado. Además, ninguno de ello ha pasado siquiera el primer trámite legislativo. A ello hay que agregar el proyecto de la ex Presidenta Bachelet (boletín Nº 5221-07), de julio de 2007, en el cual se reconocía la iniciativa popular de ley. Según trascendidos, el proyecto del gobierno excluye las materias que sean de iniciativa exclusiva del Presidente, al igual que lo hacía el proyecto de Bachelet.

Respecto del proyecto de plebiscitos comunales, que el Presidente Piñera ha anunciado, cabe señalar que éstos existen desde 1990, creados por la Nº 18.963. Fueron perfeccionados y ampliados en 1999, por la ley Nº 19.602 de dicho año (iniciada por mensaje del gobierno de la época) [ii]. Seguramente el Gobierno se propone ampliar el ámbito de tales plebiscitos, no crearlos, como se ha anunciado y confusamente se ha difundido.

Respecto de la tercera iniciativa anunciada por el Gobierno, sin conocer el contenido del proyecto, resulta al menos sorprendente que el Presidente exprese que evitar conflictos de interés es funcional a la democracia. Sería deseable que esta manifestación de voluntad se extendiera al proyecto sobre fideicomiso ciego, por ejemplo.

Tercero: No es un problema que las iniciativas del Gobierno no tengan originalidad o que puedan resultar contradictorias con el comportamiento en votaciones previas de los parlamentarios de la Alianza por Chile en materias de fortalecimiento de la democracia. Al contrario, ello podría ser una virtud en atención a una propuesta concreta. El problema es que una agenda que se precie de democrática debe, al menos, considerar una reforma al sistema binominal. Por ahora, en la agenda del gobierno tal tema brilla por su ausencia, si bien el Presidente ha reconocido tal déficit, no parece resultarle un problema.

Hasta ahí la agenda democrática. En honor a la primera entrada de este blog, sólo un comentario más sobre la agenda: demasiada camiseta y cada vez menos gambeta.

[i] Boletines Nºs 1696, 2489, 3559, 3575, 3663, 4165 y 4191.

[ii] Se redujo el porcentaje de ciudadanos para convocarlos, se flexibilizó la formalidad para solicitarlos y se hicieron vinculantes, entre otras cosas.

lunes, 23 de agosto de 2010

Los Díscolos en Examen

Por Pablo Marshall Barberán

La semana recién pasada la comisión de gobierno interior del Senado aprobó por unanimidad el proyecto de ley presentado por el senador demócrata cristiano Andrés Zaldívar, que tiene por finalidad incorporar nuevas inhabilidades para presentar candidaturas electorales. La reforma pretende impedir que una candidatura independiente sea aceptada por el Servicio Electoral cuando el independiente se haya desafiliado de un partido con menos de un año de anticipación a la fecha de la elección correspondiente.

El proyecto de ley en cuestión busca limitar la posibilidad de los miembros de partidos políticos de levantar candidaturas independientes de última hora. Busca evitar, por tanto, que quienes hayan resultado perjudicados por los procedimientos internos para la selección de candidatos, puedan evadir las consecuencias de participar en una asociación política cuando ésta no satisface sus intereses personales. Usando las palabras acuñadas últimamente por el diccionario político chileno, busca perjudicar a los militantes díscolos; o, visto desde el punto de vista de los partidos, busca que los díscolos no perjudiquen a los partidos.

El alto apoyo recibido por la iniciativa en su primer trámite constitucional invita a reflexionar sobre otras instancias donde, de forma mucho más grave, los díscolos tienden a figurar. Entre ellas, una aparece como extremadamente relevante. Es el caso de la desafiliación a los partidos de militantes que han sido electos como autoridades públicas y que se encuentran actualmente en ejercicio.

Los casos más renombrados son los de los parlamentarios. El senador Fernando Flores, habiendo sido elegido como militante del Partido por la Democracia, renunció a su militancia y fundó el nuevo partido Chile Primero. El senador demócrata cristiano Adolfo Zaldívar que prácticamente se auto-expulsó de su partido para encabezar una candidatura presidencial independiente y después asumir como presidente del Partido Regionalista de los Independientes. Los diputados socialistas Marco Enríquez y Álvaro Escobar completan el grupo de los casos más bullados de los últimos años.

En todos estos casos, lo que aconteció fue que las decisiones que el partido político al que pertenecían tomó no cumplieron las expectativas que los díscolos tenían para su futuro político individual. En particular, eligieron a otro de sus militantes como su candidato a la presidencia de la República. Ante esa decisión, los díscolos, antes que aceptar la decisión de su partido se desafiliaron para proseguir su carrera política personal como independientes. Parece ser que el caso es idéntico al que el proyecto de ley quiere evitar.

El proyecto, ya se señaló, quiere evitar que la carrera política individual se persiga a costa del interés del partido. La idea que hay detrás es que la militancia política debe tener ciertos costos. Uno importante entre ellos es que no se puede hacer un uso instrumental de la militancia con fines personales.

La preocupación del Senador Zaldívar debería, para no pecar de acomodaticia, abarcar los demás casos donde los díscolos perjudican a sus partidos. La principal y más flagrante forma en que los partidos son perjudicados es el caso de una autoridad elegida como miembro de un partido y que durante su mandato renuncia a su militancia. En ese caso el perjuicio para el partido no es indirecto, perjudicando las posibilidades de su candidato en la elección, sino que es directo, privándolo, en los casos analizados, de uno de sus escaños parlamentarios.

Es complicado afirmar como general la idea de que quienes ganan las elecciones son los partidos y no los candidatos, y que por tanto el escaño les pertenece a los primeros y no a los segundos. Sin embargo, no puede considerarse, en el otro extremo que en esta materia la libre afiliación política es el único de los principios en juego. La lealtad política, la confianza que la Constitución deposita en los partidos y sobre todo, siguiendo la lógica del mensaje del Senador Zaldívar, la primacía de un proyecto colectivo sobre el proyecto personal también deben ser considerados al pensar una solución para el caso en examen.

Una prohibición de renuncia a los partidos políticos no pasaría el test constitucional que establece el artículo 19 Nº 15. Sin embargo, el considerar una causal de cesación en el cargo la renuncia al partido por el cual el parlamentario resulto electo equilibraría de manera más adecuada el derecho a la libre asociación y la sana expectativa de los partidos de confiar en quienes son sus candidatos a cargos de elección popular. Tal lógica, si se mira con cuidado, no es ajena a la Constitución. Por ejemplo, tras la cesación de un parlamentario en su cargo, su escaño es llenado por el partido al cual el pertenecía en el momento de la elección y no al momento de la cesación. Por el contrario, los candidatos elegidos como independientes no tienen la posibilidad de elegir un sucesor para el caso de su vacancia.

Por supuesto que el problema es difícil y no se remite sólo a los casos presentados. La reflexión que queda ofrecer, de cara a la evolución del proyecto de ley que se ha comentado, es la que señala el adagio jurídico romano: ubi aedem ratio idi aedem lex.

miércoles, 28 de julio de 2010

Sobre la mano de Suárez

Por Pablo Marshall Barberán y Guillermo Jiménez


Partido de cuartos de final de la Copa del Mundo en que se enfrentaban Uruguay y Ghana. Último minuto del segundo tiempo de alargue. Marcador igualado a un gol. Si nada pasaba en el siguiente minuto de partido, la clasificación a la siguiente ronda se definiría por lanzamientos penales. En ese último minuto de partido, Ghana creo una ocasión de gol a través de Adiyiah. La pelota se dirigía al arco y si se transformaba en gol, la clasificación sería para Ghana. Sin embargo, el delantero uruguayo Luis Suárez sacó la pelota en la línea del arco usando sus manos. Esta infracción implicó un penal a favor de Ghana y la expulsión del propio Suárez. El penal fue ejecutado por Gyan y desperdiciado. El partido finalizó con el marcador empatado y en la definición a penales Uruguay se impuso con un gol de Abreu.

Lo acontecido en este partido renueva la fascinación que ciertas personas experimentan por comprender el espíritu y la racionalidad de las reglas del juego del fútbol. Los casos de laboratorio, como el caso de la mano de Suárez, exponen los problemas que afectan el juego del fútbol al igual que afectan a otras instancias de la sociedad contemporánea gobernada por reglas, impulsada por expectativas y en cuyo trasfondo subyacen ciertos principios de justicia.

Desde la perspectiva del observador el problema se vuelve patente al constatar que frente a la situación se generan inclinaciones contrapuestas. Por un lado, la frustración de ver cómo la abierta infracción de las reglas del juego por parte de Suárez entregó una nueva oportunidad a su equipo, sin la cual se habría visto derrotado legítimamente. Casi con certeza absoluta, sin la mano de Suárez, Ghana habría accedido a la siguiente ronda. Esa frustración podría fundarse en una especie de espíritu de justicia. Contrapuesta a la frustración se genera cierta fascinación al ver cómo Suárez utiliza las reglas del juego a su favor. Un calculo que en milésimas de segundo consideró que, conforme a las reglas, se presentaba la oportunidad de no perderlo todo; de entregarle aunque minúscula, una oportunidad a su equipo. No puede desmerecerse el valor que tiene el que el resto del equipo haya sabido aprovechar esa oportunidad, pero fue Suárez su artífice. Uruguay le debe la clasificación. Esa fascinación recibe contenido de nuestra admiración por la inteligencia.

La mano de Suárez puede ser enjuiciada desde una perspectiva filosófica que permite ver en otra dimensión el asunto. Desde esta perspectiva, lo importante es cuál es el rol de un jugador dentro del juego y por tanto cuál es el grado de compromiso que debe mostrar con las reglas del juego. Acá se podrían enfrentar dos visiones: la liberal y la republicana. Para la visión liberal, el objetivo del juego es el triunfo y las reglas del juego lo que hacen es establecer ciertos parámetros que deben respetar en dicha búsqueda. Las reglas del juego son, desde esta perspectiva, límites a los cuales se enfrentan equipos y jugadores, en su búsqueda del triunfo. Todo aquello que no está expresamente prohibido por las reglas está permitido. La búsqueda de fórmulas en que un equipo gane ventajas sin infringir las reglas ha sido, desde la creación del deporte, el criterio para definir a sus grandes figuras e impulsores. La fidelidad con las reglas no puede trascender a una relación instrumental que posibilite el fin del juego, que no es otra cosa que ganar.

Desde este punto de vista, la mano de Suárez es simplemente una de las posibilidades de acción que ofrece el juego. Él sopesó las ventajas y desventajas de su acto a la luz de las reglas que gobernaban la situación y asumió las consecuencias. Debemos apreciar la racionalidad del acto y admirar cómo Suárez se adelanto al hecho que, a fin de cuentas, las ventajas superaron a los costos. Su acción fue exitosa, nada más queda por decir. Si resulta necesario modificar el reglamento y hacer más costosa la acción en el futuro o, incluso, interpretar extensivamente el alcance de "falta grave" para aplicar una sanción mayor que también tenga un efecto disuasivo, es un asunto diferente. El alcance del reproche está circunscrito por las reglas del juego, más allá lo único que importa es la efectividad.

Para la visión republicana, el objetivo del juego es competir lealmente en pos de ganar. Las reglas del juego son al mismo tiempo que límites a la conducta admisible de los jugadores parámetros de la lealtad que deben seguir los jugadores a la hora de buscar el triunfo de su equipo. Tras las reglas que regulan las conductas expresamente - cada vez con mayor precisión - se sitúan principios deportivos como el juego limpio y el espíritu de competencia o como la prohibición de la ventaja que proviene de una infracción a las reglas. En esa dirección es que el fútbol ha evolucionado, concretando cada vez más pautas de conducta y estimulando las virtudes deportivas en los equipos y jugadores. La fidelidad de las reglas es la que entrega la identidad al jugador de fútbol, es lo que hace que el fútbol sea lo que es y no cualquier cosa: lo importante no es ganar sino competir.

Así, el punto de vista republicano no sólo exige cumplir las reglas o asumir los costos de la transgresión, sino además, aceptarlas como pautas de conducta. El reproche, entonces, no se agota en el cumplimiento de la legalidad externa. Por ello, el participante que "usa" las reglas en lugar de guiarse por ellas, merece un reproche por ese sólo hecho. La relación meramente instrumental con las reglas, desconociendo su espíritu, implica una deslealtad con el deporte mismo, más allá de las consecuencias prácticas de la infracción.

Como se ve, la pasión que origina el futbol, en este como en otros casos, permite agudizar nuestra percepción de los fundamentos de nuestra adhesión al marco común que gobierna nuestras acciones.