miércoles, 28 de marzo de 2012

Protesta política y desobediencia civil. Un comentario a propósito de las movilizaciones en Aysén.



Por Guillermo Jiménez.

En una reciente columna Pablo Marshall ha señalado que las movilizaciones en Aysén invitan a pensar “cuál es el rol de la protesta y la movilización en una democracia” y “cuál es la reacción que es esperable de un gobierno democrático” frente a este tipo de práctica ciudadana. Él señala que, en este contexto, los métodos de represión ejercidos por Carabineros son ilegítimos. Más que perseguir reestablecer el orden público, ellos buscarían “la eliminación de toda forma de expresión propiamente política”. Marshall sostiene que las diversas dimensiones de la ciudadanía, entendida como práctica política “no pueden ser subsumidas en el derecho ni ser canalizadas individualmente”. En tal sentido, él sugiere que la acción política no siempre puede ser categorizada como legal o ilegal. Marshall agrega que “la desobediencia al derecho” es parte de la noción de ciudadanía. Como consecuencia el gobierno debe ser capaz de distinguir entre crimen y una legítima desobediencia al derecho. Marshall propone, en concreto, que el gobierno escoja medidas más tenues de intervención policial frente a una protesta “pacífica, aunque ilegal”. Además, él sostiene que el gobierno no debe intentar “controlar mediante la criminalización dichas formas de expresión”. Finalmente, Marshall señala que el gobierno debe escuchar a los movimientos sociales, antes que a los empresarios, la iglesia y la oligarquía.

Es difícil estar en desacuerdo con lo anterior. En esta columna sólo pretendo colaborar con esa aproximación tratando de profundizar en algunos problemas que un análisis de la protesta política debe encarar. Para eso, primero brevemente analizaré cuál es el espacio de la protesta política que se aparta de los mecanismos legales. Luego, sumariamente me referiré al caso concreto de Aysén y su legitimidad como protesta política. Concluiré con dos observaciones sobre cómo la autoridad debe hacerse cargo debe este tipo de demandas.

Una primera cuestión que se debe abordar es la relación entre protesta y participación política. La democracia supone que las decisiones de las autoridades vienen legitimadas por la participación, directa o indirecta, de la ciudadanía en el procedimiento para adoptar esas decisiones. La forma más básica de participación es el voto por el cual los ciudadanos eligen a la autoridad que toma una decisión. El trámite de “consulta”, que se ha ido insertando cada vez en los procedimientos de toma de decisiones públicas, es otro ejemplo. Sin embargo, en una democracia la participación política debe ir más allá de los mecanismos formalizados. Cuando hablamos de “opinión pública” nos encontramos con estos otros mecanismos no-formalizados. Éstos incluyen la actividad política que se expresa mediante diversos medios no oficiales como radio, televisión, diarios, etc. También se agrupan acá las marchas, reuniones, posteos en Internet, entre innumerables otros. Todos estos mecanismos –formales y no formales- son formas de participación política que deberían impedir que suceda lo que Marshall teme, esto es, “que la democracia se reseque y la esfera pública desaparezca”. Estos mecanismos permiten protestar contra el gobierno, votar en su contra, criticarlo, organizarse en contra de él, opinar en contra de sus medidas, llamar a otros a reclamar en contra de la autoridad, etc.

El punto es, sin embargo, si existe espacio para formas de protesta fuera de las que acabo de señalar. Marshall pareciera sugerir que sí lo hay. Todos los mecanismos del párrafo anterior son “legales”, pero también formas de protesta que van más allá de la legalidad serían aceptables. Con todo, quizás reconociendo lo controversial del asunto, Marshall parece ambiguo en este punto. Por ejemplo, él sugiere que la violencia por parte del gobierno es aceptable si la protesta mediante desobediencia se practique en forma criminal. Asimismo, pareciera indicar, en otra parte, que la comisión de delitos en medio de actos de movilización y protesta debería ser sancionada conforme al derecho criminal.

La complejidad del asunto radica en que conceder espacio para formas de protestas mediante actividades ilegales socava la lealtad de los ciudadanos con las instituciones y con los canales desformalizados de participación. Por eso, en principio, recurrir a formas ilícitas de protesta debe ser rechazado por el derecho. Sin embargo, esto supone un sistema plenamente legítimo o al menos altamente legítimo. Este es el primer punto que debe esgrimirse a favor de la protesta en Aysén. En Chile existen graves falencias en el funcionamiento del régimen democrático que abren amplio espacio para ejercicios de desobediencia civil. No es posible, en consecuencia, simplemente aceptar que la autoridad recurra al derecho penal cuando en la protesta se cometan delitos.

Llegados a este punto, sabemos que existe un espacio para protestar contra la autoridad incluso más allá de los canales legales. Ese tipo de protesta normalmente es denominado desobediencia civil. Sin embargo, no toda forma de desobediencia civil es legítima. No basta con tener lugar en un sistema no plenamente democrático. Un ejemplo puede servir para iluminar la diferencia. Recordemos la toma de calles en Santiago por parte de los dueños de microbuses en el gobierno de Ricardo Lagos. Ellos reclamaban políticamente en el sentido de Marshall, pues él exige sólo que “dos o más ciudadanos se juntan para generar y perseguir un objetivo común”. El gobierno actuó con fuerza en contra de los dirigentes que estuvieron detrás de las tomas de calles. ¿Fue ilegítimo el accionar del Gobierno en contra de los microbuseros? Claro que no. Porque la protesta en este caso fue ilegítima. Aquél fue un acto de defensa de los intereses de un sector económico privilegiado y poderoso con amplio acceso a los centros de decisión política. Ellos pedían, además, privilegios en contra de la gran mayoría de la población. En consecuencia, para que la protesta sea legítima el acto de desobediencia civil debe ser analizado en concreto, teniendo en cuenta, por ejemplo, el tipo de actividad y las motivaciones de los actores.

Ahora estamos en condiciones de analizar si la protesta de Aysén fue políticamente legítima. Para serlo ella debió ser un acto de desobediencia mediante actos ilegales, pero no gravemente violentos, y, por otro lado, debió estar correctamente motivada. Las protestas de Aysén estuvieron justificadas desde ambos puntos de vista. La exigencia de no-violencia busca evitar que la acción perjudique intereses relevantes de terceros. En este sentido, cabe recordar que la protesta de Aysén de un lado no supuso violencia contra personas. De otro lado, los actos de mayor agitación consistieron en tomas de caminos que afectaban principalmente a los habitantes de la zona, es decir, los mismos manifestantes. Por lo tanto, en las protestas de los ayseninos no se ve violencia o no una violencia de mayores dimensiones.

El otro requisito que debe cumplir la desobediencia civil legítima es que ella debe basarse en motivos correctos. Esta motivación debe valorarse de acuerdo a las finalidades de la desobediencia civil. Así, por ejemplo, será “correctamente motivada” una protesta que persiga fines de interés general y, especialmente, fines que no han sido escuchados mediante los canales regulares de participación política. Aunque no resulta difícil justificar la razonabilidad de los intereses defendidos en las movilizaciones en Aysén, igualmente es necesario tener en cuenta brevemente algunas objeciones que se podrían esgrimir. Un primer aspecto problemático de Aysén es que se trata de una demanda de un área determinada del territorio nacional. Se trata de peticiones de un sector claramente circunscrito que no se confunde necesariamente con el interés general. Existe empero una conexión suficiente con el interés general si se considera que la protesta no se refiere únicamente a Aysén, sino es un reclamo contra la centralización. Esta es una protesta, entonces, mucho más amplia que puede ser defendida como una causa común de todas las regiones y, especialmente, las más extremas. Otro problema que afecta la defensa de la razonabildad de las peticiones de los ciudadanos de Aysén es que ellos están sobre-representados políticamente en el Congreso. Así, el alegato de exclusión del debate político, en este caso, sería débil. Sin embargo, la pobre realidad de Aysén demuestra suficientemente un grado de exclusión y desamparo que hace evidente que los canales de representación no están funcionando. Adicionalmente, las estrecheces del sistema político chileno (binominal, quórum reforzados, entre otros) son otro elemento que justifica recurrir a mecanismos excepcionales para expresar el descontento. Ni siquiera la prensa resulta una alternativa viable. Ella está extremadamente centralizada en Santiago, y concentrada en unas pocas manos ideológicamente coincidentes. Para decirlo en breve, las protestas fuera de la legalidad están justificadas en Aysén. Tenemos aquí, en consecuencia, un caso legítimo de desobediencia civil.

No obstante lo anterior, que la protesta mediante desobediencia civil sea legítima no necesariamente se debe traducir en consecuencias legales inmediatas. De hecho, normalmente se entiende que el desobediente civil asume los resultados adversos de su conducta. Esto porque la desobediencia civil consiste en reclamar por un cambio legal o de políticas, reconociendo la legitimidad de fondo de la autoridad. El desobediente asume la sanción como un costo necesario para alcanzar el triunfo final de su estrategia política. A pesar de esto la existencia de una desobediencia civil legítima exige que la autoridad reconozca que se trata de una protesta política completamente diferenciable de un delito común. Este reconocimiento debe operar en dos niveles. En un primer nivel la autoridad policial debe estar sujeta a exigencias de proporcionalidad especialmente estrictas. Desde luego se excluyen todas aquellas medidas de orden semi-militar como balines, gases, tanquetas, utilización de vehículos de emergencia y medidas de provocación como los allanamientos sorpresa. El cumplimiento de este estándar debe ser fiscalizado por los tribunales y otros organismos de defensa de derechos como el Instituto de Derechos Humanos. En un segundo nivel, incluso cuando se han producido actos que puedan justificar un proceso penal, la desobediencia civil debe ser reconocida como defensa por parte del imputado como causal de exclusión de la culpabilidad. Además, en ningún caso el gobierno está justificado de invocar la ley de seguridad de Estado, esto es, legislación criminal especial, ante un acto de protesta política como el de Aysén.

En esta columna, en conclusión, he querido profundizar en ciertos aspectos, -aunque ciertamente no en todos ellos- a los que las movilizaciones en Aysén invitar a reflexionar. Si bien la participación política idealmente debe canalizarse por mecanismos formales y desformalizados no-ilegales, en una democracia tan imperfecta como la chilena, la desobediencia civil tiene un lugar no poco importante. Ella puede ayudar a incentivar mejoras en el proceso político. En este sentido, este tipo de protesta no daña a la democracia, sino que la profundiza. En el caso de la movilización en Aysen, en concreto, se cumplen otras condiciones que terminan por legitimar completamente esta protesta. Se trata de una desobediencia civil no irrazonablemente violenta y está motivada por demandas de interés general que no han sido debidamente canalizadas por el sistema político. Este escenario plantea exigencias especiales de moderación frente a las reacciones que puede adoptar la autoridad tanto a nivel policial como a nivel del proceso penal. Este marco da mayor precisión a la manera en que ciudadanía y autoridad deberían enfrentar la protesta política más radical que la normalmente formulada por los canales ordinarios de expresión política.

martes, 20 de marzo de 2012

La debilidad de las super-mayorías



por Pablo Marshall y Guillermo Jiménez
En una columna (¿Supermayorías Legislativas en Entredicho? El debate en serio), Sergio Verdugo ha efectuado una defensa de la supermayoría como regla para adoptar decisiones legislativas. Esta posición es más restringida que la tradicionalmente adoptada por autores conservadores en Chile. Él admite que el sistema de supermayoría (en adelante, SM) debe ser acotado y excepcional. Tal sistema sería legítimo si se restringe sólo a las materias “fundamentales”. Por lo tanto, la discusión razonable -según Verdugo- no debería centrarse en la abolición del sistema de SM, sino en la selección de las pocas materias fundamentales que ese sistema debería abarcar. Pareciera que Verdugo concede implícitamente que las materias actualmente regidas por SM son excesivas. Por esa razón -argumenta Verdugo- sería “razonable” discutir (por primera vez) cuál es el alcance de las SM, en vez de discutir el sistema de SM en sí mismo. Si bien esta posición es un avance, los argumentos que ofrece Verdugo para aceptar un sistema de SM mínimo no son persuasivos.
Verdugo comienza afirmando que quienes rechazan SM confunden la crítica política al origen del sistema con los méritos intrínsecos del sistema. Ambas cuestiones, sin embargo, deberían ser separadas -según Verdugo-. Esta defensa no es tan robusta como pareciera a primera vista. Si bien uno puede aceptar que el pecado de origen de una institución no siempre pervierte sus resultados, el caso aquí es diferente. El problema pareciera ser que Verdugo no distingue el sistema de SM de las concretas leyes que gobiernan nuestro proceso democrático. Así, por ejemplo, aunque uno estuviera de acuerdo en abstracto con la existencia de la institución de las SM, no necesitaría estar de acuerdo con las concretas leyes orgánicas constitucionales (LOC) actualmente existentes. Una razón para ello bien podría ser que ellas fueron dictadas por la dictadura, tanto por cómo esas normas fueron producidas como por su contenido y objetivo histórico. De esta manera, a menos que la propuesta de Verdugo de refundar el sistema de SM incorpore también la discusión democrática del contenido de todas aquellas leyes legadas por la dictadura, su posición se enfrentará a una justificada crítica democrática fundada en el pecado de origen. En definitiva, el pecado de origen puede no afectar al sistema, pero sí a todas las leyes que fueron dictadas bajo él.
A continuación Verdugo hace una defensa del sistema de SM como institución no-anómala de gobierno en una democracia constitucional. Él sostiene que este sistema es sólo una entre muchas de las legítimas trabas que el constitucionalismo pone a la decisión de la mayoría. Estas trabas o vetos serían normales y servirían diversos objetivos legítimos. Entre esos vetos Verdugo menciona instituciones tan heterogéneas como el sistema bicameral, el Tribunal Constitucional, la nulidad de derecho público y la toma de razón. Esta defensa resulta inaceptable porque es demasiado gruesa. Se podría conceder que la democracia constitucional es una forma mermada de democracia en el sentido de que ella es una forma de gobierno en la cual coexisten dos principios antagónicos, esto es, la democracia y el liberalismo. En términos democráticos, el liberalismo crea límites al proceso de formación de la voluntad colectiva del pueblo, para proteger ciertos derechos. La mejor justificación de esto último es que la democracia requiere una protección de los derechos de las minorías, en términos de capacidad de influencia política, frente a una mayoría política excluyente. Sin embargo, al diseñar las formas de proteger a los derechos de las minorías, debe tenerse en cuenta es un proceso de balance. Un adecuado equilibrio entre democracia y derechos, requiere que los segundos sean protegidos, pero no a costa de desfigurar el proceso democrático haciéndolo irreconocible. Para comenzar a discutir sobre cortapisas a la formación de voluntad colectiva, debe ser posible reconocer una voluntad mayoritaria al mismo tiempo. Si se tiene al Tribunal Constitucional, a la Contraloría y a las Cortes de Apelaciones para que protejan los derechos; y si los poderes del Estado están separados y el poder judicial goza de autonomía para garantizar el Estado de Derecho; si contamos con una constitución extensa y rígida ¿por qué se necesitan más trabas para la democracia? El gobierno de la mayoría, que es la forma de expresión de la voluntad general del pueblo, no parece tener lugar en la Constitución, excepto por la figura del Presidente de la República, y es importante corregir eso.
En otra parte de su columna Verdugo asimila la existencia de “vetos” a una mejora de la deliberación. Él argumenta que más vetos implicarían más deliberación, mientras que menos vetos conllevarían más mayoritarismo. Existiría una suerte de juego de suma cero en esta materia. Por eso –dice Verdugo- la discusión razonable no es si tenemos o no vetos, sino la cantidad y tipo de ellos. Dado que el sistema de SM es un tipo de veto, entonces la discusión sobre él debe enfocarse en su alcance, y no en su existencia. En el mismo sentido, él afirma que los intereses y deseos de los ciudadanos no pueden traducirse automáticamente en leyes. Se requieren mecanismos institucionales que inyecten deliberación a los procedimientos de decisión democrática, seleccionando los intereses que realmente merecen reconocimiento legal. Uno de estos mecanismos que favorecen la deliberación sería el sistema de SM. Asimismo, Verdugo menciona que mientras más baja la mayoría que se exija, más perdedores y más sectores serán excluidos. Él sostiene que en algunas materias se puede asumir este costo del sistema mayoritario, pero no respecto de materias fundamentales. Ellas requieren un sistema de SM.
Ante todo, la aproximación anterior está expuesta a una crítica metodológica. Verdugo funda su defensa de SM en la democracia deliberativa, pero funda su defensa en autores que son representantes del public choice. Sin embargo, esas posiciones son incompatibles entre sí. Detrás de la idea de democracia deliberativa, en sus diversas versiones, hay una comprensión del proceso democrático como un esfuerzo por alcanzar un consenso racional, sobre la base de la consideración de los intereses de todos los involucrados. La rational choice, por el contrario, entiende la democracia como un proceso de negociación y transacción de actores auto-interesados que consideran al proceso democrático como algo instrumental a la persecución de sus propios fines individuales. Estas concepciones no son sólo diferentes, sino también incompatibles y rivales. En ese entendido, los inputs teóricos de Verdugo aparecen como inconsistentes. Mientras que para la democracia deliberativa una LOC estaría justificada si estimulara un mayor análisis, debate y participación de las minorías en las decisiones colectivas, para el pluralismo de intereses las LOC estarían justificadas si conceden una instancia de negociación entre los distintos actores. Entregar un poder de veto a la minoría es fundamental sólo desde la perspectiva de esta última posición. Como se puede ver, las lógicas de funcionamiento de los dos modelos son antitéticas. La presentación de estos dos puntos de apoyo para un sistema de SM sin una mayor explicación de su compatibilidad es al menos problemática.
Por otro lado, la conexión entre un sistema de SM y la deliberación no es nada claro. La existencia de mayorías calificadas, en cambio, da prioridad a la minoría ahogando la expresión de voluntad de la mayoría. A diferencia de un sistema de control judicial para la protección de derechos que opera una vez la mayoría se ha expresado, el sistema de SM ni siquiera deja que esa mayoría se manifieste. La ley, por así decirlo, sería expresión de la voluntad de la minoría, en lugar de la mayoría. Luego, un sistema de SM convierte en transacción lo que idealmente debería ser deliberación, ya que aunque tras un proceso de deliberación se forme una mayoría, siempre se requerirá respecto del tema en cuestión el consenso de la minoría. Así, entonces, se da lugar a los mismos vicios propios de un sistema de consenso (que el mismo Verdugo admite que es deseable evitar), esto es, los vetos individuales y el chantaje político. En suma, a diferencia de una serie de reglas procedimentales que permiten mayor deliberación por la vía de incorporar puntos de vista al debate, no resulta evidente en qué sentido el sistema de SM ayuda a incrementar el carácter deliberativo del debate legislativo.
Nos gustaría discutir un último argumento. Verdugo considera que el sistema de SM nos acerca al óptimo democrático del consenso sin necesidad de incurrir en sus perjudiciales efectos, como son la posibilidad de chantaje y veto por parte de una pequeña minoría. Este argumento, sin embargo, también debe ser rechazado. El umbral democrático no es el consenso como sostiene Verdugo, sino la mayoría simple. Cualquier otro umbral para la toma de decisiones viola lo que podría llamarse el principio de la igualdad democrática, conforme al cual la democracia es una forma de gobierno en que el voto de cada ciudadano debe contar igual que el voto de cada uno de los demás. Conceder que hay ciertas materias en las que se necesita un acuerdo más amplio, es conceder que hay ciertos votos que cuentan más que otros. En el mejor escenario, el sistema de SM se puede tratar de justificar en la protección de minorías, pero no como una forma más perfecta de expresión de la voluntad democrática, si entendemos por democrática una voluntad que es formada por ciudadanos que son considerados iguales.
Para terminar, nos gustaría formular algunas preguntas sobre las conclusiones y la propuesta que Verdugo presenta para el futuro de las LOC. Él propone que “un sistema de supermayorías acotado y excepcional, que sea sensato en la selección de materias, produce beneficios que justifican este instrumento de control y protección de las minorías sobre las mayorías, promoviendo estabilidad política en temas fundamentales”. ¿No es ése el rol de una Constitución rígida? Si es así, ¿por qué necesitamos expandir las supermayorías más allá de la Constitución?