Administración y Justicia para
Grupos Vulnerables
Por Guillermo Jiménez
"Para promover una acción administrativa más justa es necesario tener mecanismos que permitan que quienes no son clientes habituales de los tribunales también puedan acceder a reparación si son afectados injustamente por la administración. Un exagerado énfasis en los mecanismos de élite puede exacerbar, en vez de mitigar la injusticia administrativa."
En una reciente
columna,
JC Ferrada y R Letelier recomiendan aprovechar la discusión sobre la reforma
procesal civil para introducir algunas reglas que signifiquen un avance -aunque
sea parcial- para la justicia administrativa chilena. Como marco de su
propuesta ellos invocan el estado de derecho, uno de cuyos pilares sería ‘el
pleno y eficaz control
judicial de la
Administración Pública’ (énfasis añadido). Proponen regular a propósito del
capítulo del Código de Procedimiento Civil relativo al juicio de hacienda temas
tales como la legitimación activa, las medidas cautelares, y los efectos de las
sentencias. Su propuesta no consiste en la introducción de un nuevo sistema
sino sólo en moderar el vacío de nuestro régimen de justicia administrativa.
Dado el a veces caótico estado de los procedimientos judiciales
contencioso-administrativos en Chile es difícil estar en contra de Ferrada y
Letelier. Por lo demás, ambos llevan varios años poniendo de relieve
lucidamente las numerosas falencias de nuestro sistema de control judicial de
la administración. En esta ocasión, además de las proponer algunas reformas,
ellos lamentan que los administrativistas hayan fallado en persuadir al resto
del país sobre ‘las bondades que la jurisdicción especializada tiene para [nuestro]
desarrollo’.
Aprovechando el énfasis de Ferrada y Letelier en el valor del control
judicial de la administración, en esta columna quiero proponer un cambio de
foco destacando la importancia de pensar en el control judicial como sólo un
medio entre otros para alcanzar el objetivo de una administración más justa,
especialmente respecto de los grupos más vulnerables.
Para comenzar, es crucial no asimilar control judicial de la
administración con estado de derecho, como lo podría haber hecho alguien como
F
Hayek o, entre los administrativistas
,
E García de Enterría. La idea de estado de derecho se refiere al
sometimiento de la autoridad al derecho, pero eso no prejuzga por la forma institucional
para lograr ese objetivo. Los foros en que se discute si la autoridad respetó o
no el derecho pueden adoptar distintas características institucionales entre
ellas la judicial, pero también la política y la administrativa.
Tampoco hay que confundir justicia
administrativa con revisión judicial
de la acción administrativa. La primera idea es más amplia que la segunda. Por
un lado, la noción de justicia administrativa apunta a que la acción
administrativa sea justa, imparcial o legítima sin necesidad de revisiones
posteriores. Dado que los controles posteriores tiene una capacidad de
detección limitada, ellos nunca pueden abarcar el universo completo de la
acción administrativa. Por eso, la idea de de justicia administrativa exige que
comencemos poniendo el foco en que la decisión administrativa sea correcta
antes de que cualquier control externo sea activado. Centrarse en los procedimientos
y en la organización es clave al respecto. El objetivo debe ser minimizar la
necesidad de que intervengan mecanismos adicionales de revisión o, en otras
palabras, el objetivo es que la decisión administrativa sea correcta ‘a la
primera’.
Sin embargo, es cierto que la justicia administrativa exige controles
posteriores sin importar que su efectividad sea limitada. Pero incluso desde
este punto de vista la intervención
judicial
es sólo un fragmento de las alternativas disponibles. Por muchas razones que no
conviene detallar acá habitualmente los jueces sólo pueden intervenir en el
margen. Los mecanismos judiciales son caros, lentos, y tienden a enfocarse en
ciertos casos de mayor repercusión pública. Como algunos autores como
C
Harlow y R Rawlings sugieren, ellos constituyen una ‘justicia de elite’,
pues sólo una minoría bien asesorada puede litigar en tribunales.
El párrafo anterior da el pase para el argumento central de esta
columna. Para promover una acción administrativa más justa es necesario tener
mecanismos que permitan que quienes no son clientes habituales de los
tribunales también puedan acceder a reparación si son afectados injustamente
por la administración. Un exagerado énfasis en los mecanismos de élite puede exacerbar,
en vez de mitigar la injusticia administrativa. Hay que recordar lo obvio: personas
en situación de pobreza, inmigrantes, presos, y otros miembros de grupos desaventajados,
no tienen amplio acceso a abogados y, por lo tanto, no son los principales
beneficiados de mayor acceso a la justicia judicial.
Sin embargo, ellos están intensamente en interacción con los órganos
administrativos. Incluso, quizás en mayor medida que otros grupos, ellos
dependen de la acción estatal en dimensiones cruciales de sus vidas. Es mucho
más probable que estos grupos accedan a la justicia a través de mecanismos no-judiciales
de justicia administrativa como defensores del pueblo y otros mecanismos capaces
de lidiar con estas demandas masivas de justicia. Basta recordar el rol que
parece haber cumplido la Contraloría durante algunas décadas del siglo XX en
materia de defensa de derechos de la clase media que se desempeñaban en la
administración pública. Esto no quiere decir que el control judicial no tenga
nada que decir respecto de la protección de estos grupos, pero si implica que debemos
preocuparnos de tener una gama más amplia de mecanismos de amparo.
Evidentemente para darle voz a grupos vulnerables también debemos
mejorar el acceso a la judicatura. La medida obvia en tal sentido es ampliar y
fortalecer la asesoría jurídica gratuita. Sin este paso previo, cualquier
apertura de la justicia de los tribunales en términos de legitimación activa o
medidas cautelares, continuará siendo más y mejor justicia para la élite.
La propuesta de Ferrada y Letelier de asegurar legitimación activa a
intereses legítimos es un paso importante. Pero la pregunta realmente difícil
es si eso abarcará intereses colectivos o, incluso, cualquier interés público. Y
si se escoge esto último, entonces surge el problema de cómo distinguimos los intereses facciosos
del ‘verdadero’ interés público. Sin tener institucionalidad para hacer frente
a esta cuestión, abrir los tribunales puede ser un riesgo, más que una
oportunidad. Es necesaria una reflexión previa en torno al rol que pueden tener
el Consejo de Defensa del Estado, la Contraloría o el Instituto Nacional de
Derechos Humanos como demandantes directos o filtrando demandas en contra de la
propia administración. También debemos deliberar sobre cómo mejorar los
mecanismos de defensa fiscal frente a litigios en representación de grupos bien
organizados y poderosos que pretender paralizar políticas que promueven
intereses de grupos amplios pero desarticulados.
Para concluir, quisiera enfatizar que una preocupación fundamental de la
‘justicia administrativa’ es permitir que los grupos de interés que no están
siendo oídos empiecen a ser escuchados y tengan acceso a reparación adecuada.
Eso debe llevarnos a pensar con urgencia en cómo abrir canales procedimentales
en la propia administración y en cómo diseñar instituciones que sean sensibles
a la asimetría de poder entre distintos grupos sociales. En definitiva, debemos
dedicar más tiempo a pensar en cómo tener una administración más justa
especialmente teniendo en cuenta las necesidades de los grupos que están más intensamente
expuestos a la burocracia, pero peor protegidos.