miércoles, 10 de diciembre de 2014

Administración y Justicia para Grupos Vulnerables



Por Guillermo Jiménez

"Para promover una acción administrativa más justa es necesario tener mecanismos que permitan que quienes no son clientes habituales de los tribunales también puedan acceder a reparación si son afectados injustamente por la administración. Un exagerado énfasis en los mecanismos de élite puede exacerbar, en vez de mitigar la injusticia administrativa."

En una reciente columna, JC Ferrada y R Letelier recomiendan aprovechar la discusión sobre la reforma procesal civil para introducir algunas reglas que signifiquen un avance -aunque sea parcial- para la justicia administrativa chilena. Como marco de su propuesta ellos invocan el estado de derecho, uno de cuyos pilares sería ‘el pleno y eficaz control judicial de la Administración Pública’ (énfasis añadido). Proponen regular a propósito del capítulo del Código de Procedimiento Civil relativo al juicio de hacienda temas tales como la legitimación activa, las medidas cautelares, y los efectos de las sentencias. Su propuesta no consiste en la introducción de un nuevo sistema sino sólo en moderar el vacío de nuestro régimen de justicia administrativa.

Dado el a veces caótico estado de los procedimientos judiciales contencioso-administrativos en Chile es difícil estar en contra de Ferrada y Letelier. Por lo demás, ambos llevan varios años poniendo de relieve lucidamente las numerosas falencias de nuestro sistema de control judicial de la administración. En esta ocasión, además de las proponer algunas reformas, ellos lamentan que los administrativistas hayan fallado en persuadir al resto del país sobre ‘las bondades que la jurisdicción especializada tiene para [nuestro] desarrollo’.

Aprovechando el énfasis de Ferrada y Letelier en el valor del control judicial de la administración, en esta columna quiero proponer un cambio de foco destacando la importancia de pensar en el control judicial como sólo un medio entre otros para alcanzar el objetivo de una administración más justa, especialmente respecto de los grupos más vulnerables.

Para comenzar, es crucial no asimilar control judicial de la administración con estado de derecho, como lo podría haber hecho alguien como F Hayek o, entre los administrativistas, E García de Enterría. La idea de estado de derecho se refiere al sometimiento de la autoridad al derecho, pero eso no prejuzga por la forma institucional para lograr ese objetivo. Los foros en que se discute si la autoridad respetó o no el derecho pueden adoptar distintas características institucionales entre ellas la judicial, pero también la política y la administrativa.

Tampoco hay que confundir justicia administrativa con revisión judicial de la acción administrativa. La primera idea es más amplia que la segunda. Por un lado, la noción de justicia administrativa apunta a que la acción administrativa sea justa, imparcial o legítima sin necesidad de revisiones posteriores. Dado que los controles posteriores tiene una capacidad de detección limitada, ellos nunca pueden abarcar el universo completo de la acción administrativa. Por eso, la idea de de justicia administrativa exige que comencemos poniendo el foco en que la decisión administrativa sea correcta antes de que cualquier control externo sea activado. Centrarse en los procedimientos y en la organización es clave al respecto. El objetivo debe ser minimizar la necesidad de que intervengan mecanismos adicionales de revisión o, en otras palabras, el objetivo es que la decisión administrativa sea correcta ‘a la primera’.

Sin embargo, es cierto que la justicia administrativa exige controles posteriores sin importar que su efectividad sea limitada. Pero incluso desde este punto de vista la intervención judicial es sólo un fragmento de las alternativas disponibles. Por muchas razones que no conviene detallar acá habitualmente los jueces sólo pueden intervenir en el margen. Los mecanismos judiciales son caros, lentos, y tienden a enfocarse en ciertos casos de mayor repercusión pública. Como algunos autores como C Harlow y R Rawlings sugieren, ellos constituyen una ‘justicia de elite’, pues sólo una minoría bien asesorada puede litigar en tribunales.

El párrafo anterior da el pase para el argumento central de esta columna. Para promover una acción administrativa más justa es necesario tener mecanismos que permitan que quienes no son clientes habituales de los tribunales también puedan acceder a reparación si son afectados injustamente por la administración. Un exagerado énfasis en los mecanismos de élite puede exacerbar, en vez de mitigar la injusticia administrativa. Hay que recordar lo obvio: personas en situación de pobreza, inmigrantes, presos, y otros miembros de grupos desaventajados, no tienen amplio acceso a abogados y, por lo tanto, no son los principales beneficiados de mayor acceso a la justicia judicial. Sin embargo, ellos están intensamente en interacción con los órganos administrativos. Incluso, quizás en mayor medida que otros grupos, ellos dependen de la acción estatal en dimensiones cruciales de sus vidas. Es mucho más probable que estos grupos accedan a la justicia a través de mecanismos no-judiciales de justicia administrativa como defensores del pueblo y otros mecanismos capaces de lidiar con estas demandas masivas de justicia. Basta recordar el rol que parece haber cumplido la Contraloría durante algunas décadas del siglo XX en materia de defensa de derechos de la clase media que se desempeñaban en la administración pública. Esto no quiere decir que el control judicial no tenga nada que decir respecto de la protección de estos grupos, pero si implica que debemos preocuparnos de tener una gama más amplia de mecanismos de amparo.

Evidentemente para darle voz a grupos vulnerables también debemos mejorar el acceso a la judicatura. La medida obvia en tal sentido es ampliar y fortalecer la asesoría jurídica gratuita. Sin este paso previo, cualquier apertura de la justicia de los tribunales en términos de legitimación activa o medidas cautelares, continuará siendo más y mejor justicia para la élite.

La propuesta de Ferrada y Letelier de asegurar legitimación activa a intereses legítimos es un paso importante. Pero la pregunta realmente difícil es si eso abarcará intereses colectivos o, incluso, cualquier interés público. Y si se escoge esto último, entonces surge el problema  de cómo distinguimos los intereses facciosos del ‘verdadero’ interés público. Sin tener institucionalidad para hacer frente a esta cuestión, abrir los tribunales puede ser un riesgo, más que una oportunidad. Es necesaria una reflexión previa en torno al rol que pueden tener el Consejo de Defensa del Estado, la Contraloría o el Instituto Nacional de Derechos Humanos como demandantes directos o filtrando demandas en contra de la propia administración. También debemos deliberar sobre cómo mejorar los mecanismos de defensa fiscal frente a litigios en representación de grupos bien organizados y poderosos que pretender paralizar políticas que promueven intereses de grupos amplios pero desarticulados.

Para concluir, quisiera enfatizar que una preocupación fundamental de la ‘justicia administrativa’ es permitir que los grupos de interés que no están siendo oídos empiecen a ser escuchados y tengan acceso a reparación adecuada. Eso debe llevarnos a pensar con urgencia en cómo abrir canales procedimentales en la propia administración y en cómo diseñar instituciones que sean sensibles a la asimetría de poder entre distintos grupos sociales. En definitiva, debemos dedicar más tiempo a pensar en cómo tener una administración más justa especialmente teniendo en cuenta las necesidades de los grupos que están más intensamente expuestos a la burocracia, pero peor protegidos.

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