viernes, 10 de julio de 2015

Decaimiento y el fantasma de los procesos administrativos kafkianos: El próximo paso.



Por Guillermo Jiménez

José Miguel Valdivia y Tomás Blake han publicado un interesante trabajo en el último número de Estudios Públicos acerca del decaimiento del procedimiento administrativo sancionatorio. En contra de una controversial jurisprudencia de la Corte Suprema, ellos argumentan convincentemente que esta institución no debe ser reconocida en el derecho administrativo chileno. En esta columna presento una sinopsis del argumento central del articulo (que espero que invite a la lectura del original) y ofrezco una visión pragmática respecto del futuro de este debate. Sostengo que a cinco años de la primera sentencia en la materia, ya es hora de preguntarse por la reacción que está teniendo o debería estar teniendo la autoridad para afrontar esta realidad jurisprudencial.

Un concepto desconocido hasta hace poco, el decaimiento del procedimiento administrativo hace referencia a una idea bastante simple: La administración pública no puede aplicar una sanción si el procedimiento que precede a su decisión se ha dilatado excesivamente en el tiempo.  En ocasiones es el propio legislador el que establece un plazo tras el cual el procedimiento caduca. En tal caso, la administración tiene que iniciar un nuevo procedimiento si el plazo de prescripción no se ha completado. Pero -quizás sorprendentemente- en muchas ocasiones la legislación chilena no fija un plazo tras el cual el procedimiento sancionatorio caduca. Irónicamente, esto muestra que no sólo la desidia administrativa es posible, sino también la legislativa ¿Significa eso que la administración puede dilatar el procedimiento indefinidamente?

Tal vez acechados por el fantasma de un proceso kafkiano sin fin, la jurisprudencia que Valdivia y Blake atacan responden la anterior pregunta con una rotunda negativa. Aunque la legislación nada diga –ha sostenido la Corte Suprema- existe un plazo de dos años tras el cual la administración no puede aplicar sanciones.  Para llegar a este resultado la Corte ha aplicado por analogía el plazo que la ley de procedimiento administrativo fija a la órganos públicos para invalidar sus propios actos ilegales.

Siguiendo un tradicional estilo letrado, y con el fin de rechazar el decaimiento del proceso administrativo, Valdivia y Blake comienzan examinando los argumentos principales invocados por la Corte. Primero, acusando confusión conceptual de parte de la Corte, ellos sostienen que el mero transcurso del tiempo no es un elemento suficiente para afectar la validez de un acto administrativo. En segundo lugar, los autores niegan que el transcurso del tiempo frustre la finalidad que la administración persigue al imponer una sanción.  En tercer lugar, aunque conceden que el retraso de la administración pueda ser reprochable, ellos objetan que el decaimiento sea la medida adecuada para sancionar esa irregularidad. Al respecto, Valdivia y Blake afirman que ‘no puede aceptarse, a menos que los textos legales aplicables prevean lo contrario, que la autoridad pierda su potestad sancionatoria por el hecho de incurrir en retraso o inactividad’ (p. 118). El decaimiento, en consecuencia, no encontraría fundamento ni en el paso del tiempo, ni en la frustración del fin del acto, ni tampoco en la idea de sanción al retardo administrativo.

La segunda parte del artículo analiza argumentos relativos al debido proceso y la seguridad jurídica. Los autores sugieren que estos argumentos tienen más peso que los estudiados en la primera parte, pero afirman que tampoco son suficientes para justificar el decaimiento del procedimiento administrativo. Para poder establecer una sanción de las características del decaimiento, sería necesaria una intervención legislativa que clarificara y especificara las condiciones bajo las cuales ella operaría. Sin esa especificación previa, no sería propio que los jueces restringieran de manera tan radical las potestades administrativas. Según los autores, interviniendo en esta materia, los tribunales estarían dando una indebida prioridad a los intereses individuales de los investigados, por sobre el interés general representado por la acción administrativa. Ellos sugieren, por lo tanto, que es a través de leyes, en vez de sentencias, como el problema debe ser resuelto.

Los argumentos de Valdivia y Blake son sólidos y convincentes. Se unen a otros trabajos que han argumentado en la misma dirección en contra de la jurisprudencia de la Corte Suprema. Como resultado de estas contribuciones, me parece que ya se puede afirmar con confianza que la critica al decaimiento está doctrinalmente madura.

Sin embargo, parece menos persuasiva la afirmación con que los autores cierran su trabajo. Ellos concluyen que ‘la teoría del decaimiento no tiene ni puede tener sustento en el derecho administrativo [chileno]’.  Se podría sostener que una afirmación como esta carece de una necesaria dosis de realismo. En efecto, tras leer esta  aseveración uno se pregunta, inmediatamente,  ¿cómo se interpreta entonces el hecho de las cortes están consistentemente aplicando esta teoría para echar abajo decisiones administrativas? ¿No significa eso que el derecho chileno actualmente acoge la -tal vez equivocada- teoría del decaimiento? ¿No debería el administrador preocupado de la legalidad (y eficacia) de sus decisiones tener en cuenta esa realidad y ajustar su conducta en conformidad a ella? Lo que estas preguntas revelan es que, sin perjuicio que la Corte eventualmente se convenza por los persuasivos argumentos de la doctrina crítica del decaimiento, es necesario adoptar una actitud pragmática y tomar medidas administrativas y legislativas al respecto. La primera decisión judicial en esta materia tuvo lugar hace ya más de cinco años, el 2009, y no sabemos con certeza cómo ha reaccionado la autoridad al respecto. ¿Se han modificado las leyes orgánicas respectivas fijando plazos de caducidad? ¿Los nuevos procedimientos sancionatorios están regulando esta materia? ¿El Consejo de Defensa del Estado ha recomendado a las autoridad administrativas acelerar la tramitación de los procedimientos administrativos que no poseen plazos de caducidad fijados por ley para evitar más sentencias en contra?

Estas preguntas se enfocan en lo que pasa después que la litigación concluye y –me parece- ofrecen interesantes senderos para investigaciones académicas futuras, empíricamente fundadas, pero lo que es aún más importante, ellas deberían ser urgentes preocupaciones de política administrativa. En definitiva, ellas indican el paso siguiente tras una crítica doctrinal a la teoría del decaimiento que parece consolidada, a la que Valdivia y Blake, junto con otros, han contribuido robustamente en los últimos años.