Por Guillermo Jiménez
José Miguel Valdivia y Tomás Blake han publicado un interesante
trabajo en el último número de Estudios
Públicos acerca del decaimiento del procedimiento administrativo
sancionatorio. En contra de una controversial jurisprudencia de la Corte
Suprema, ellos argumentan convincentemente que esta institución no debe ser
reconocida en el derecho administrativo chileno. En esta columna presento una
sinopsis del argumento central del articulo (que espero que invite a la lectura
del original) y ofrezco una visión pragmática respecto del futuro de este debate.
Sostengo que a cinco años de la primera sentencia en la materia, ya es hora de
preguntarse por la reacción que está teniendo o debería estar teniendo la
autoridad para afrontar esta realidad jurisprudencial.
Un concepto desconocido hasta hace poco, el decaimiento del
procedimiento administrativo hace referencia a una idea bastante simple: La
administración pública no puede aplicar una sanción si el procedimiento que
precede a su decisión se ha dilatado excesivamente en el tiempo. En ocasiones es el propio legislador el que
establece un plazo tras el cual el procedimiento caduca. En tal caso, la administración tiene que iniciar un nuevo
procedimiento si el plazo de prescripción no se ha completado. Pero -quizás
sorprendentemente- en muchas ocasiones la legislación chilena no fija un plazo
tras el cual el procedimiento sancionatorio caduca. Irónicamente, esto muestra
que no sólo la desidia administrativa es posible, sino también la legislativa
¿Significa eso que la administración puede dilatar el procedimiento indefinidamente?
Tal vez acechados por el fantasma de un proceso kafkiano sin
fin, la jurisprudencia que Valdivia y Blake atacan responden la anterior
pregunta con una rotunda negativa. Aunque la legislación nada diga –ha
sostenido la Corte Suprema- existe un plazo de dos años tras el cual la
administración no puede aplicar sanciones.
Para llegar a este resultado la Corte ha aplicado por analogía el plazo
que la ley de procedimiento administrativo fija a la órganos públicos para
invalidar sus propios actos ilegales.
Siguiendo un tradicional estilo letrado, y con el fin de
rechazar el decaimiento del proceso administrativo, Valdivia y Blake comienzan
examinando los argumentos principales invocados por la Corte. Primero, acusando
confusión conceptual de parte de la Corte, ellos sostienen que el mero
transcurso del tiempo no es un elemento suficiente para afectar la validez de
un acto administrativo. En segundo lugar, los autores niegan que el transcurso
del tiempo frustre la finalidad que la administración persigue al imponer una
sanción. En tercer lugar, aunque
conceden que el retraso de la administración pueda ser reprochable, ellos
objetan que el decaimiento sea la medida adecuada para sancionar esa
irregularidad. Al respecto, Valdivia y Blake afirman que ‘no puede aceptarse, a
menos que los textos legales aplicables prevean lo contrario, que la autoridad
pierda su potestad sancionatoria por el hecho de incurrir en retraso o
inactividad’ (p. 118). El decaimiento, en consecuencia, no encontraría
fundamento ni en el paso del tiempo, ni en la frustración del fin del acto, ni tampoco
en la idea de sanción al retardo administrativo.
La segunda parte del artículo analiza argumentos relativos
al debido proceso y la seguridad jurídica. Los autores sugieren que estos argumentos
tienen más peso que los estudiados en la primera parte, pero afirman que tampoco
son suficientes para justificar el decaimiento del procedimiento administrativo.
Para poder establecer una sanción de las características del decaimiento, sería
necesaria una intervención legislativa que clarificara y especificara las
condiciones bajo las cuales ella operaría. Sin esa especificación previa, no
sería propio que los jueces restringieran de manera tan radical las potestades
administrativas. Según los autores, interviniendo en esta materia, los
tribunales estarían dando una indebida prioridad a los intereses individuales
de los investigados, por sobre el interés general representado por la acción
administrativa. Ellos sugieren, por lo tanto, que es a través de leyes, en vez
de sentencias, como el problema debe ser resuelto.
Los argumentos de Valdivia y Blake son sólidos y convincentes.
Se unen a otros trabajos que han argumentado en la misma dirección en contra de
la jurisprudencia de la Corte Suprema. Como resultado de estas contribuciones,
me parece que ya se puede afirmar con confianza que la critica al decaimiento
está doctrinalmente madura.
Sin embargo, parece menos persuasiva la afirmación con que
los autores cierran su trabajo. Ellos concluyen que ‘la teoría del decaimiento
no tiene ni puede tener sustento en el derecho administrativo [chileno]’. Se podría sostener que una afirmación como
esta carece de una necesaria dosis de realismo. En efecto, tras leer esta aseveración uno se pregunta, inmediatamente, ¿cómo se interpreta entonces el hecho de las
cortes están consistentemente aplicando esta teoría para echar abajo decisiones
administrativas? ¿No significa eso que el derecho chileno actualmente acoge la -tal vez equivocada-
teoría del decaimiento? ¿No debería el administrador preocupado de la legalidad
(y eficacia) de sus decisiones tener en cuenta esa realidad y ajustar su
conducta en conformidad a ella? Lo que estas preguntas revelan es que, sin
perjuicio que la Corte eventualmente se convenza por los persuasivos argumentos
de la doctrina crítica del decaimiento, es necesario adoptar una actitud pragmática
y tomar medidas administrativas y legislativas al respecto. La primera decisión
judicial en esta materia tuvo lugar hace ya más de cinco años, el 2009, y no
sabemos con certeza cómo ha reaccionado la autoridad al respecto. ¿Se han
modificado las leyes orgánicas respectivas fijando plazos de caducidad? ¿Los
nuevos procedimientos sancionatorios están regulando esta materia? ¿El Consejo
de Defensa del Estado ha recomendado a las autoridad administrativas acelerar
la tramitación de los procedimientos administrativos que no poseen plazos de
caducidad fijados por ley para evitar más sentencias en contra?
Estas preguntas se enfocan en lo que pasa después que la litigación concluye y –me parece- ofrecen interesantes senderos para
investigaciones académicas futuras, empíricamente fundadas, pero lo que es aún más
importante, ellas deberían ser urgentes preocupaciones de política
administrativa. En definitiva, ellas indican el paso siguiente tras una crítica
doctrinal a la teoría del decaimiento que parece consolidada, a la que Valdivia
y Blake, junto con otros, han contribuido robustamente en los últimos años.
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