La idea de que
hay que limitar las posibilidades de los parlamentarios en ejercicio de
re-postular a su cargo ha resonado en debate público chileno de los últimos
años. Hace una semana la reforma impulsada por el Gobierno se impuso en la
Cámara de Diputados quedando pendiente su aprobación por el Senado.
Quienes proponen
la medida buscan que tras cierto número de periodos en el parlamento los
senadores y diputados no puedan presentarse como candidatos, o que para ello
deban dejar pasar un periodo parlamentario.
La reforma aprobada establece que los diputados podrán reelegirse dos
veces mientras los senadores una sola vez.
Entre las razones que han sido ofrecidas para esta medida destaca la idea
de que ésta pretende renovar la política, dejando entrar nuevas caras nuevas
con nuevas ideas, oxigenando la política. Se sostiene además que se pretende
evitar el clientelismo y el tráfico de influencias.
Esta medida y las razones que se ofrecen para justificarla se enmarcan
dentro de un discurso de ofuscación ante la falta de conexión e identificación que el sistema político chileno ha mostrado con las
demandas de la ciudadanía y que pone a los políticos profesionales y a los
partidos políticos como principales culpables del descontento y la decepción
con el funcionamiento de la política.
Una editorial del diario La Tercera
señaló que una reforma en este sentido tendría otros costos “como perder
experiencia acumulada por los legisladores para realizar su función (…) y perder a personas que pueden ser muy valiosas. Por
otra parte, es discutible desde una perspectiva democrática que se pongan
restricciones al legítimo derecho de los ciudadanos de decidir libremente quién
es su representante en el Congreso (...). En suma, si bien restringir la
reelección puede tener la virtud de alejar del Congreso a parlamentarios que se
han entregado a prácticas que distorsionan la función legislativa, también
margina a aquellos que han hecho aportes relevantes y que han realizado
debidamente su labor, todo lo cual corresponde que en democracia sea discernido
por los electores”. Esta última idea, esto es, que corresponde a los electores
decidir libremente quiénes son sus representantes, es crucial aunque en esta
editorial es utilizada de una manera que limita su importancia.
Limitar el número de re-elecciones de los parlamentarios, no es
inconveniente en razón del desperdicio de capital humano, sino que es
fundamentalmente contrario a una práctica democrática. Las razones son bastante
simples pero en los tiempos que vivimos puede que no sean evidentes.
Vivimos en una democracia representativa. Toda explicación de que el pueblo
es el que gobierna a través de sus representantes descansa en definitiva en dos
aspectos. El primero es que las autoridades son elegidas por sufragio
universal, en elecciones libres y competitivas. El segundo es que dichas
autoridades son responsables por sus acciones ante los ciudadanos.
Nuestro diseño institucional para los efectos de cautelar este segundo
elemento prescinde de mecanismos institucionales para que los ciudadanos se
aseguren de que sus representantes defiendan adecuadamente sus intereses. Las
autoridades electas tienen, en este sentido, una gran independencia respecto de
los ciudadanos. Ante la ausencia de otros mecanismos institucionales, negarle
la reelección es la única forma que tiene la ciudadanía de hacer responsable a
sus representantes por sus acciones. Por diferentes razones puede ser importante que los representantes tengan
cierta autonomía respecto de sus electores, pero dicha autonomía no puede ser
ni total ni permanente.
En las elecciones los actos del representante son juzgados y su proceder
evaluado, no necesariamente en términos de legalidad o ilegalidad, calidad
humana, o valor para la función legislativa, sino en términos puramente
discrecionales con los estándares democráticos que sólo la voluntad de la
ciudadanía puede aportar. Esto hace que
de la reelección un momento democrático en que la ciudadanía puede no sólo
autorizar a un representante a defender sus intereses sino que también puede
hacerlo responsable de sus acciones pasadas. Estoy no sólo tiene un impacto en
el comportamiento de los representantes sino que también empodera a la ciudadanía
y enriquece el sentido del acto de votar.
En este sentido, limitar la posibilidad de reelección es eliminar una
posibilidad de los ciudadanos de hacer responsables a sus representantes. El
discurso de decepción y descontento con la política, debe ser canalizado hacia
el empoderamiento de la ciudadanía y no en dirección contraria. Limitar la
reelección es conceder el punto a quiénes creen que la política institucionalmente
mediada tiende necesariamente a la corrupción y por tanto hay que limitarla a
una mínima expresión. En ese sacó caben tanto quienes abrigando las banderas de
una supuesta democracia participativa abogan por el fin de los partidos políticos
y la asunción de los movimientos ciudadanos, como también quienes
tradicionalmente temen a la acción trasformadora de la política y el Estado. La defensa de la política democrática requiere
el esfuerzo de construir y reforzar, allí donde estén rotos o se hayan
deteriorado, los canales de comunicación entre la sociedad civil y el sistema
político. Para ello, resulta urgente hacer de nuestras elecciones algo más rico,
democráticamente hablando, de lo que actualmente son.
Las reformas institucionales para lograr que las elecciones sean más
competitivas, igualitarias y posibiliten, por ejemplo, una mayor participación
de jóvenes y mujeres no deben pasar por limitar la reelección, sino que deben
apuntar a otros elementos del sistema político que no tengan un impacto
negativo en los mecanismos de control de la ciudadanía y permitan al mismo tiempo
perseguir los intereses de renovación y oxigenación de la política. De entre este
tipo de reformas que se requieren, los más importantes son, primero, la
modificación del sistema electoral binominal, abriendo la posibilidad de
integrar el Congreso a grupos que representan intereses tradicionalmente
excluidos y entregando a la ciudadanía el poder de decidir quién ganó y quién
perdió la elección. Segundo, la consolidación de la democracia interna de los
partidos en particular en la selección de los candidatos a cargos de
representación popular. Tercero, una reforma al sistema de financiamiento
electoral, eliminando cualquier fuente de financiamiento privada e incrementando
los mecanismos de control del gasto electoral no autorizado. Cuarto, el avance
en una ley de cuotas electorales que garantice una equilibrada participación de
grupos desaventajados, en particular, mujeres. Estos son algunas de las reformas que podrían
tener un positive impacto en renovar la política sin tener un impacto negativo
en nuestra práctica democrática.
Un comentario final. Es cierto que en el actual diseño institucional del
sistema político chileno, el límite a la reelección podría contribuir a avanzar
hacía una reconexión de la sociedad y el sistema político. Sin embargo, dicha reconexión
sería limitada e insuficiente. Si se considera en su contexto, esta medida
pretende ser la solución para un problema que tiene un diagnostico y unas
soluciones claras esperando ser implementadas. Los cuatro ejemplos del párrafo
anterior son parte de ellas. De ser aprobada, esta reforma será una victoria pírrica
para la democracia, distrayendo la vista de las medidas que son más urgentes e
importantes para la adecuación del diseño institucional del sistema político
chileno a los requerimientos de la democracia como autogobierno del pueblo.
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