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miércoles, 3 de septiembre de 2014

Plata y Política

El año pasado postié esta columna que parece pertinente a la luz de la actual discusión sobre los aportes reservados a las campañas electorales gatillada por la defensa de Lucas Sierra al actual sistema y la virulenta reacción de Fernando Muñoz
[publicado anteriormente en Grupo de Valdivia: aquí]
Por Pablo Marshall
En esta columna quiero presentar esquemáticamente la idea de que la plata y la política no deben mezclarse. Por otro lado, quiero mostrar que los proyectos autodenominados progresistas en esta materia, no pretenden separar la política y el dinero sino que normalizar su relación. Tomaré dos ejemplos: la ley de lobby y el financiamiento de los partidos políticos.
Primero, una prevención. La política y la riqueza están ineludiblemente atadas. En una sociedad capitalista, toda acción o alocución sobre el poder tiene un correlato (una condición o un efecto) en el terreno de las circunstancias materiales de la vida social. En otras palabras, las posibilidades de éxito de la política, incluso de esas denominadas identitarias, están marcadas en su origen por su incompatibilidad con la forma de vida del capitalismo tardío. Más allá de la superficie ideológica, desde el punto de vista de la actual distribución de la riqueza, cada acción política es algo negativo, y ojalá todas ellas fueran suprimidas, porque lo único que pueden pretender el entrecortar la reproducción del capital. En este entendido, cuando se habla de la autonomía de la política respecto de la economía, se intenta defender necesariamente la posibilidad de la acción sobre la riqueza acumulada. Entenderlo como en el modelo griego, en que la autonomía de la política no alcanza la distribución de la riqueza, en que la política es acerca de las otras cosas y no acerca de cómo distribuimos (como piensa el ministro Larraín) es no entenderlo en absoluto. Por lo tanto, al afirmar que la plata y la política no deben mezclarse no quiero decir que política y distribución no se traslapan, sino todo lo contrario; quiero decir que las condiciones para que la política pueda expresarse no pueden enajenarse de antemano a las hábiles manos de quienes quieren evitar toda política.
Pero pensemos ahora en la política como una actividad institucional.
I. La plata y la política no deben mezclarse
La plata y la política no deben mezclarse. Que esto sea cierto depende de nuestro compromiso con la idea de que la política democrática es el espacio donde los ciudadanos (y sus representantes) se reúnen y discuten sobre lo que es lo mejor para todos por igual. En este entendido, las diferencias económicas entre ciudadanos deben permanecer fuera de la política para respetar la idea de igualdad subyacente a la democracia. Que los Luksic estén en favor o en contra de tal o cual política no debería tener más peso que el hecho de los González estén en favor o en contra. Que todas las opiniones deban contar por igual es el ideal democrático. Esto tiene su expresión institucional en la regla de que a cada ciudadano le corresponde sólo un voto igual que a todos los demás.
Hoy sabemos que lo que piensen los Luksic y lo que piensen los González tiene un peso diferente cuando se trata de tomar decisiones públicas. Los Luksic influyen en política como si cada uno tuviera una rídicula cifra de votos, por ejemplo 10.000 votos. Pero ello no es porque hemos decidido concederles más votos a quienes son más ricos, sino porque hemos sido pusilánimes en defender el principio que está en la base de la idea de “un ciudadano-un voto”, esto es, la idea de que ciudadanos deben tener igual influencia en determinar las leyes que nos gobiernan a todos. Hemos dejado que el poder expansivo del dinero se cuele en nuestras anticuadas instituciones republicanas. El lobby y el financiamiento político son dos ejemplos de cómo la política democrática ha sido contaminada por el dinero. Sin embargo, que hayamos llegado a ello no quiere decir que debemos aceptar ese estado de cosas como algo que no podemos cambiar. Esta es una lucha que podemos dar: la de separar la plata de la política y recobrar el rumbo de la política democrática.
II. Apertura y trasparencia
Sin embargo las cosas no son tan fáciles. Contra este modelo de la estricta separación hablan al menos 2 ideas que son constantemente usadas por los defensores de la intervención del dinero en política.
La primera idea es que el sistema político debe estar abierto a los intereses de la sociedad.  En resumidas cuentas, la toma de decisiones debe estar abierta al lobby de la sociedad, que en sus diversas manifestaciones, grupos y asociaciones deben contrapesar la tendencia del sistema político a clausurarse. El problema surge cuando es evidenciado que la forma en que esos intereses son presentados es dependiente de alguna forma de evaluación económica… el lobby cuesta plata. Con lo que nos encontramos después de abrir las puertas del Congreso a la sociedad civil, es con un grupo de lobistas de empresas y asociaciones gremiales que quieren defender, como podría ser de otra manera, su negocio.
La segunda idea sostiene que el poder del dinero va inevitablemente a invadir la arena política y lo mejor que podemos hacer como sociedad es regular dicha influencia. Se señala que transparentando la intervención del dinero en política se ganará la posibilidad de controlar dicha influencia de manera de no hacerla decisiva o prevalerte, algo acerca de lo cual sin transparencia no tenemos seguridad. Los Luksic les entregan quizás cuantos millones a cada partido político. Uno se preguntará ¿A cambio de qué?
En el extremo derecho del horizonte uno se encuentra con aquellos que les gusta que la influencia del dinero en la política no sea notada, son los defensores de la estética y de la anti-política. Todo se debe resolver en el club de golf, dicen, pero claro, seguro que va acompañado con sabrosos incentivos pero ¡no de plata hombre! sino de influencia en las decisiones sobre cómo la plata se distribuye, lo que parece no ser para nada problemático (allí uno salta al mundo de las incompatibilidades). En el centro de este horizonte se encuentran los Correas y los Tironis, tratando de transformar la política en un mercado más. Los defensores del modelo americano en que nos es inmoral decir que mi plata es parte de mi libertad de expresión, mientras lo haga a la luz del sol y en las habitaciones del Congreso. Hoy en día, sin embargo, resulta absurda y anacrónica la idea de mantener la plata fuera de la política. Pero, ¿Cómo es posible conciliar esta evidente influencia del dinero en la política con el principio de que la política es una actividad entre iguales?
III. Reclamando igual influencia
Si dejar que los Luksic gasten su plata para influir en política afecta la igualdad entre los ciudadanos que a su vez es la base sobre la que la democracia construye su legitimidad deberíamos impedir que eso pasara.
¿Es imposible? Sólo exige cambiar la visión hegemónica sobre la relación entre plata y política. Una visión en que la plata es una extensión lícita de la personalidad, incluso en la esfera pública.  Requiere imaginar que la plata en política es algo que no se puede permitir porque borra la más significativa de las nociónes de igualdad sobre las cuales la democracia se puede defender. Finalmente, requiere buscar arreglos institucionales que impidan su influencia o que reduzcan su impacto al mínimo posible.  Pensemos en los casos del financiamiento electoral y el lobby.
En el caso del financiamiento electoral, la regulación ha intentado eliminar el rastro del origen de la plata para que los representantes no puedan saber de dónde viene la plata y así no tener que deberle favores a nadie. Pero eso ataca sólo un aspecto del problema. El otro lado del problema no se soluciona evitando que los parlamentarios sepan concretamente con quién están en deuda. Este otro problema consiste en que las opciones políticas de un sector se ven acrecentadas dado que algunos de sus simpatizantes tienen mucho dinero y están dispuestos a gastarlo para darles una ventaja. Este es siempre el caso de la derecha que recibe más dinero que la izquierda.
¿Cómo solucionar este problema? ¿Cómo hacer que ningún partido o candidato se vea perjudicado en términos de financiamiento por el hecho de que sus simpatizantes sean siempre los sectores más pobres del electorado? Opción 1. Impedir el financiamiento electoral privado: financiamiento electoral público. Opción 2. Fondo compartido de donaciones privadas. Si usted quiere donar plata para los partidos y candidatos, esta plata se repartirá entre todos los partidos y candidatos en competencia. Ambas opciones neutralizan la influencia que un ciudadano por el sólo hecho de ser rico puede ejercer sobre el sistema político. El financiamiento a los partidos y candidatos siempre puede ser indirecto. Por ejemplo, las gigantografías que “no llaman a votar” y por tanto no constituyen propaganda electoral no caen dentro del financiamiento electoral. Sin embargo, una vez que se tenga claro cuál es el principio que hay que proteger pueden darse batallas por su protección en aquellos espacios en que su vigencia se encuentra burlada.
El caso del lobby es más complejo. En principio el lobby cuando representa la pluralidad de la sociedad civil es una positiva influencia que contribuye a controlar el sistema político. La influencia de dicha pluralidad podría ser un una condición críticamente necesaria para la búsqueda del interés común. El problema es cuando esta instancia es usada por los grupos económicos poderosos para proteger su privilegio frente a cualquier amenaza como se ha visto en Chile a propósito de la ley de TV digital, la ley de pesca y cualquier ley que involucre explotación de recursos naturales o tecnología. Ante dicha realidad, lo que resulta es que la pluralidad de la sociedad civil no es representada, y aún más, incluso la pluralidad de la representación política tiende a ser nublada.
¿Resulta descabellado, en ese contexto, prohibir el lobby? Si se parte de la base que nuestras autoridades democráticamente elegidas están en sus cargos fundamentalmente porque ejercen como representantes de la ciudadanía, esto es de cada uno de nosotros de una manera igual, la pérdida de puntos de vista, información y de los intereses de la sociedad civil no sería tan dramática. Además, se garantizaría de esta manera la igual influencia en política.
Sin embargo, la influencia del dinero es demasiado flexible. Incluso si se prohibiera la superpoblación de lobistas que caminan por los corredores del Congreso, los grupos económicos encontrarían la forma de colar sus intereses dentro del aparato político. ¿Cómo hacerlo de otra manera? Si no se puede o resulta difícil eliminar la injusta ventaja de los grupos empresariales, la alternativa es subsidiar a todos aquellos que no pueden ser oídos por el estruendo del dinero. Financiamiento público para ONGs sin fines de lucro que no tengan representación actualmente y que persigan intereses públicos, incluyendo financiamiento para intervenciones ante autoridades públicas.

lunes, 25 de agosto de 2014

Sobre los límites a la reelección

Una interesante reflexión (en inglés) sobre los problemas constitucionales que afectarían a una medida que limita la reelección de autoridades públicas. El contexto es la provincia de Alberta en Canadá que es un régimen parlamentario. Eso hace que las razones deban ser puestas en contexto. Sin embargo, hay similitudes con lo que he planteado anteriormente referente a la discusión chilena (ver aquí: El limite a la reeleccion).


Legislative and Executive Term Limits in Alberta  
Richard Albert, Boston College Law SchoolAn important race is underway in Alberta, one of Canada’s ten provinces. In September, paid-up members of the Progressive Conservative Party will elect a new party leader, and the new leader will become the premier of Alberta.One of the candidates, Jim Prentice, a former federal Cabinet minister and a lawyer by training, has pledged to impose legislative and executive term limits if he becomes premier. Under his plan, provincial members of parliament (MLAs) will be limited to three terms, and premiers to two.Prentice argues that term limits are good for democracy:It’s very democratic … it ensures that people stay grounded. There’s no reason someone can’t take a time-out and return to public life but it ensures turnover. It ensures our democratic process remains dynamic, innovative and creative. I’ve always believed in it.Legislative and executive term limits may be a great idea but they are very likely unconstitutional, at least in Canada. In this short post, I explore why.There are at least three problems with the term limits proposal: two are constitutional and one is operational.

martes, 20 de marzo de 2012

La debilidad de las super-mayorías



por Pablo Marshall y Guillermo Jiménez
En una columna (¿Supermayorías Legislativas en Entredicho? El debate en serio), Sergio Verdugo ha efectuado una defensa de la supermayoría como regla para adoptar decisiones legislativas. Esta posición es más restringida que la tradicionalmente adoptada por autores conservadores en Chile. Él admite que el sistema de supermayoría (en adelante, SM) debe ser acotado y excepcional. Tal sistema sería legítimo si se restringe sólo a las materias “fundamentales”. Por lo tanto, la discusión razonable -según Verdugo- no debería centrarse en la abolición del sistema de SM, sino en la selección de las pocas materias fundamentales que ese sistema debería abarcar. Pareciera que Verdugo concede implícitamente que las materias actualmente regidas por SM son excesivas. Por esa razón -argumenta Verdugo- sería “razonable” discutir (por primera vez) cuál es el alcance de las SM, en vez de discutir el sistema de SM en sí mismo. Si bien esta posición es un avance, los argumentos que ofrece Verdugo para aceptar un sistema de SM mínimo no son persuasivos.
Verdugo comienza afirmando que quienes rechazan SM confunden la crítica política al origen del sistema con los méritos intrínsecos del sistema. Ambas cuestiones, sin embargo, deberían ser separadas -según Verdugo-. Esta defensa no es tan robusta como pareciera a primera vista. Si bien uno puede aceptar que el pecado de origen de una institución no siempre pervierte sus resultados, el caso aquí es diferente. El problema pareciera ser que Verdugo no distingue el sistema de SM de las concretas leyes que gobiernan nuestro proceso democrático. Así, por ejemplo, aunque uno estuviera de acuerdo en abstracto con la existencia de la institución de las SM, no necesitaría estar de acuerdo con las concretas leyes orgánicas constitucionales (LOC) actualmente existentes. Una razón para ello bien podría ser que ellas fueron dictadas por la dictadura, tanto por cómo esas normas fueron producidas como por su contenido y objetivo histórico. De esta manera, a menos que la propuesta de Verdugo de refundar el sistema de SM incorpore también la discusión democrática del contenido de todas aquellas leyes legadas por la dictadura, su posición se enfrentará a una justificada crítica democrática fundada en el pecado de origen. En definitiva, el pecado de origen puede no afectar al sistema, pero sí a todas las leyes que fueron dictadas bajo él.
A continuación Verdugo hace una defensa del sistema de SM como institución no-anómala de gobierno en una democracia constitucional. Él sostiene que este sistema es sólo una entre muchas de las legítimas trabas que el constitucionalismo pone a la decisión de la mayoría. Estas trabas o vetos serían normales y servirían diversos objetivos legítimos. Entre esos vetos Verdugo menciona instituciones tan heterogéneas como el sistema bicameral, el Tribunal Constitucional, la nulidad de derecho público y la toma de razón. Esta defensa resulta inaceptable porque es demasiado gruesa. Se podría conceder que la democracia constitucional es una forma mermada de democracia en el sentido de que ella es una forma de gobierno en la cual coexisten dos principios antagónicos, esto es, la democracia y el liberalismo. En términos democráticos, el liberalismo crea límites al proceso de formación de la voluntad colectiva del pueblo, para proteger ciertos derechos. La mejor justificación de esto último es que la democracia requiere una protección de los derechos de las minorías, en términos de capacidad de influencia política, frente a una mayoría política excluyente. Sin embargo, al diseñar las formas de proteger a los derechos de las minorías, debe tenerse en cuenta es un proceso de balance. Un adecuado equilibrio entre democracia y derechos, requiere que los segundos sean protegidos, pero no a costa de desfigurar el proceso democrático haciéndolo irreconocible. Para comenzar a discutir sobre cortapisas a la formación de voluntad colectiva, debe ser posible reconocer una voluntad mayoritaria al mismo tiempo. Si se tiene al Tribunal Constitucional, a la Contraloría y a las Cortes de Apelaciones para que protejan los derechos; y si los poderes del Estado están separados y el poder judicial goza de autonomía para garantizar el Estado de Derecho; si contamos con una constitución extensa y rígida ¿por qué se necesitan más trabas para la democracia? El gobierno de la mayoría, que es la forma de expresión de la voluntad general del pueblo, no parece tener lugar en la Constitución, excepto por la figura del Presidente de la República, y es importante corregir eso.
En otra parte de su columna Verdugo asimila la existencia de “vetos” a una mejora de la deliberación. Él argumenta que más vetos implicarían más deliberación, mientras que menos vetos conllevarían más mayoritarismo. Existiría una suerte de juego de suma cero en esta materia. Por eso –dice Verdugo- la discusión razonable no es si tenemos o no vetos, sino la cantidad y tipo de ellos. Dado que el sistema de SM es un tipo de veto, entonces la discusión sobre él debe enfocarse en su alcance, y no en su existencia. En el mismo sentido, él afirma que los intereses y deseos de los ciudadanos no pueden traducirse automáticamente en leyes. Se requieren mecanismos institucionales que inyecten deliberación a los procedimientos de decisión democrática, seleccionando los intereses que realmente merecen reconocimiento legal. Uno de estos mecanismos que favorecen la deliberación sería el sistema de SM. Asimismo, Verdugo menciona que mientras más baja la mayoría que se exija, más perdedores y más sectores serán excluidos. Él sostiene que en algunas materias se puede asumir este costo del sistema mayoritario, pero no respecto de materias fundamentales. Ellas requieren un sistema de SM.
Ante todo, la aproximación anterior está expuesta a una crítica metodológica. Verdugo funda su defensa de SM en la democracia deliberativa, pero funda su defensa en autores que son representantes del public choice. Sin embargo, esas posiciones son incompatibles entre sí. Detrás de la idea de democracia deliberativa, en sus diversas versiones, hay una comprensión del proceso democrático como un esfuerzo por alcanzar un consenso racional, sobre la base de la consideración de los intereses de todos los involucrados. La rational choice, por el contrario, entiende la democracia como un proceso de negociación y transacción de actores auto-interesados que consideran al proceso democrático como algo instrumental a la persecución de sus propios fines individuales. Estas concepciones no son sólo diferentes, sino también incompatibles y rivales. En ese entendido, los inputs teóricos de Verdugo aparecen como inconsistentes. Mientras que para la democracia deliberativa una LOC estaría justificada si estimulara un mayor análisis, debate y participación de las minorías en las decisiones colectivas, para el pluralismo de intereses las LOC estarían justificadas si conceden una instancia de negociación entre los distintos actores. Entregar un poder de veto a la minoría es fundamental sólo desde la perspectiva de esta última posición. Como se puede ver, las lógicas de funcionamiento de los dos modelos son antitéticas. La presentación de estos dos puntos de apoyo para un sistema de SM sin una mayor explicación de su compatibilidad es al menos problemática.
Por otro lado, la conexión entre un sistema de SM y la deliberación no es nada claro. La existencia de mayorías calificadas, en cambio, da prioridad a la minoría ahogando la expresión de voluntad de la mayoría. A diferencia de un sistema de control judicial para la protección de derechos que opera una vez la mayoría se ha expresado, el sistema de SM ni siquiera deja que esa mayoría se manifieste. La ley, por así decirlo, sería expresión de la voluntad de la minoría, en lugar de la mayoría. Luego, un sistema de SM convierte en transacción lo que idealmente debería ser deliberación, ya que aunque tras un proceso de deliberación se forme una mayoría, siempre se requerirá respecto del tema en cuestión el consenso de la minoría. Así, entonces, se da lugar a los mismos vicios propios de un sistema de consenso (que el mismo Verdugo admite que es deseable evitar), esto es, los vetos individuales y el chantaje político. En suma, a diferencia de una serie de reglas procedimentales que permiten mayor deliberación por la vía de incorporar puntos de vista al debate, no resulta evidente en qué sentido el sistema de SM ayuda a incrementar el carácter deliberativo del debate legislativo.
Nos gustaría discutir un último argumento. Verdugo considera que el sistema de SM nos acerca al óptimo democrático del consenso sin necesidad de incurrir en sus perjudiciales efectos, como son la posibilidad de chantaje y veto por parte de una pequeña minoría. Este argumento, sin embargo, también debe ser rechazado. El umbral democrático no es el consenso como sostiene Verdugo, sino la mayoría simple. Cualquier otro umbral para la toma de decisiones viola lo que podría llamarse el principio de la igualdad democrática, conforme al cual la democracia es una forma de gobierno en que el voto de cada ciudadano debe contar igual que el voto de cada uno de los demás. Conceder que hay ciertas materias en las que se necesita un acuerdo más amplio, es conceder que hay ciertos votos que cuentan más que otros. En el mejor escenario, el sistema de SM se puede tratar de justificar en la protección de minorías, pero no como una forma más perfecta de expresión de la voluntad democrática, si entendemos por democrática una voluntad que es formada por ciudadanos que son considerados iguales.
Para terminar, nos gustaría formular algunas preguntas sobre las conclusiones y la propuesta que Verdugo presenta para el futuro de las LOC. Él propone que “un sistema de supermayorías acotado y excepcional, que sea sensato en la selección de materias, produce beneficios que justifican este instrumento de control y protección de las minorías sobre las mayorías, promoviendo estabilidad política en temas fundamentales”. ¿No es ése el rol de una Constitución rígida? Si es así, ¿por qué necesitamos expandir las supermayorías más allá de la Constitución?

lunes, 5 de diciembre de 2011

Mayoría y minorías


Pablo Marshall


Prólogo

El problema central de toda democracia constitucional es el de equilibrar la decisión democrática de la mayoría con cierta protección de los derechos fundamentales (y no necesariamente los privilegios culturales y económicos) de las minorías. Ese problema admite diversas respuestas dirigidas tanto a determinar los medios como el alcance de ese equilibrio. Este problema esta extremadamente ligado a la eterna discusión entre quienes piensan que la constitución debe tener una naturaleza política, esto es, que quién debe decidir en ultima instancia sobre los asuntos del Estado son las autoridades elegidas democráticamente, o debe tener una naturaleza jurídica, eso es, que dichas autoridades deben estar sujetas al control jurídico de un tribunal, el que decidirá en última instancia.

Este breve prologo pretende llamar la atención respecto del trasfondo teórico sobre el cuál las reformas a la institucionalidad democrática se mueven, en tiempos que ellas están siendo discutidas en nuestro país. Un diagnostico, en esos términos, de la institucionalidad vigente es importante para la comprensión de las reformas que se proponen.

A la pregunta sobre en que medida en nuestro sistema constitucional se reconoce el derecho de la mayoría a gobernar, sigue la respuesta: sólo de una manera, y ésta es que la mayoría elige al Presidente de la República. En el resto de los poderes del Estado la voluntad mayoritaria está limitada por el gran poder que nuestra constitución conceder a la minoría. En primer lugar, a través del sistema binominal, que entrega la mitad del parlamento a la minoría. Pero este es sólo la fuente del problema. Luego está el consenso requerido (lo mismo es decir el veto otorgado a la minoría) para el nombramiento del Contralor General de la República, de la mayoría de los ministros del Tribunal Constitucional y de los miembros de la Corte Suprema, y también para la legislación en materias de quórum especiales. Esto completa el cuadro constitucional en que el poder de la minoría parlamentaria excede con creces el ámbito de protección de sus derechos fundamentales. En la práctica, concede a la minoría parlamentaria el poder de un co-gobierno. Finalmente, el desequilibrio se agrava cuando se observa cuál es el rol y el alcance de las facultades de los órganos nombrados por consenso. En términos de equilibrio entre gobierno de la mayoría y derechos de las minorías, todos ellos son mecanismos de protección de las minorías.

La pregunta sobre si nuestra constitución es política o jurídica es más difícil. Tanto el Tribunal Constitucional como la Contraloría al mismo tiempo que la expresión de una decisión pro-minoritaria son parte de una decisión en pro de una constitución legal y contra una constitución política. Es difícil menospreciar el considerable poder que la constitución entrega a estos órganos, especialmente al Tribunal Constitución, sobre el cuál, observando la práctica constitucional reciente, puede decirse que tiene la última palabra sobre numerosos asuntos públicos (lo que no significa que ejerza ese poder de última decisión continuamente o que se haga responsable de él).

Así las cosas, puede sintetizarse este sistema constitucional como uno que privilegia la protección de la minoría sobre el gobierno de la mayoría, y que entrega la última palabra en numerosas cuestiones relacionadas con el Estado a los actores legales del sistema, como son el Tribunal Constitucional y el Contralor.


Reforma al sistema binominal

Poner este prólogo en perspectiva para la discusión sobre la reforma al sistema electoral es el principal objetivo de esta columna. Como mencioné en una columna anterior, los problemas del actual sistema que han sido observados son que no permite la competencia, excluye a los partidos minoritarios del parlamento y privilegia a los partidos políticos sobre los independientes. Estas críticas pueden ser reorganizadas considerando el esquema mayoría-minoría. La falta de competencia es debido a que el sistema binominal garantiza a la minoría la obtención de la misma cantidad de escaños que la mayoría (protección de la minoría). La falta de proporcionalidad es debido a que la única minoría privilegiada es la segunda minoría y no todas las minorías. Finalmente, la falta de representación independiente es una decisión en favor de la minoría local respecto de una (independiente) mayoría local.

Por supuesto que si se estudian cuidadosamente los antecedentes de este sistema, se puede concluir que es una legislación de transición. Diseñada claramente para garantizar el cogobierno de la derecha como segunda minoría, para excluir a la izquierda como tercera minoría (y a todos los grupos disidentes de pasada) y para excluir toda expresión de liderazgo local.

Recientemente, una columna de dos investigadores de un centro de investigación de la derecha, ha defendido, como yo hice en mi columna anterior, una propuesta para cambiar a un sistema mixto que integre un sistema proporcional y un sistema mayoritario uninominal. Eso ya es razón para celebrar. No obstante la coincidencia en los resultados, creo que hay una profunda diferencia en el nivel de los principios que vale la pena destacar.

Sin ambigüedades, la más importante razón para cambiar el sistema binominal es garantizar que la mayoría pueda efectivamente gobernar sin el veto de la minoría. No importando cuanto afecte eso a la gobernabilidad. La racionalidad de la reforma tiene que dirigirse a eliminar el estatuto de co-gobierno que ostenta la segunda mayoría y dar algún grado de representación a todos quienes forman parte de la minoría, incluso aquellos que puedan representar intereses locales o marginales.

Que uno de los elementos principales considerados por la columna del CEP para la motivación de la reforma haya sido la gobernabilidad, da pie para hacer otro alcance con el prologo de esta columna. Esto es así, quiero sugerir aquí, debido a que lo que en el ideario de la derecha lo que el sistema binominal o su reemplazo tiene que garantizar no es, como se podría pensar la protección de la minorías que podrían están amenazadas por la decisión mayoritaria, sino la estabilidad de las condiciones del crecimiento económico bajo un régimen de libre mercado (sin usar ningún eufemismo y evitando la explicación de por qué la protección de la ganancia no es una forma de proteger a las minorías, que requeriría mucho más desarrollo). Eso es así, porque bajo el actual régimen de la constitución jurídica, la protección de las minorías es desempeñada por el Tribunal Constitucional y la Contraloría, quienes han sido especialmente empoderados para ello.

¿Es entonces necesario desfigurar la idea democrática del gobierno de la mayoría hasta hacerla irreconocible para proteger a las minorías? La modificación del sistema binominal y la eliminación de las supermayorías hablarían de la confianza que nuestro país tiene en su proceso democrático. La pregunta que hay que plantear, y que ha sido planteada con fuerza por el movimiento estudiantil, es si la estabilidad económica o la gobernabilidad política son un fin legítimo para desterrar la idea de esa confianza.

miércoles, 20 de octubre de 2010

Descentralización y democratización

Por Pablo Marshall Barberán

Es un eslogan afianzado que la descentralización política y administrativa implica mayor democracia. Ese eslogan se funda, por supuesto, en razones. Entre ellas se cuentan tanto malas como buenas razones. Entre las primeras se pueden anotar todas aquellas que son buenas razones para la descentralización, pero que no lo son porque hagan la toma de decisiones acerca de políticas públicas más democráticas, sino que las hace más eficientes o de mejor calidad. Un ejemplo de esto último, es la idea de que las autoridades encargadas de tomar las decisiones que afecten a una determinada localidad, estén en contacto estrecho con los habitantes de esa localidad. Esto es particularmente conveniente si tal localidad tiene rasgos diferentes a las demás localidades del país. Si eso es así, las decisiones serán más adecuadas si esos diferentes rasgos (y la comprensión que tienen los habitantes de dicha localidad de ellos) son tomados en cuenta a la hora de adoptar una política pública. Con todo, que ésta sea una buena razón para descentralizar las decisiones no la hace sin más una buena razón para afirmar que mediante esa descentralización la democracia se perfecciona.

Quienes pretenden sostener lo contrario, típicamente afirman su opinión en otro eslogan: “mientras las decisiones se encuentren más cerca de la gente, las decisiones serán más democráticas”. Sin embargo, es posible que la cercanía y la democracia de las decisiones no vayan de la mano. Eso es evidente cuando, como en Chile, nos enfrentamos a una conformación de los gobiernos regionales por parte del nivel central de la administración. Eso puede, junto con acercar las decisiones a las personas, volverlas menos democráticas. La forma en que el ciudadano se vincula con quien toma las decisiones es más lejana y la forma de participación que tiene la ciudadanía, que es mediante el sufragio en la elección de las autoridades centrales, tiene poco que ver con las personas y las decisiones que son tomadas en el nivel local. Mientras el vínculo entre la ciudadanía y la autoridad sea indirecto y la influencia que la primera tenga sobre la segunda no sea percibida como relevante, la descentralización no implicará democratización.

Sin embargo, hay otras razones que conectan internamente, y de una manera esta vez adecuada, descentralización y democracia, que no pueden reducirse simplemente a acercar las decisiones a la gente. Ellas implican entregar a los ciudadanos herramientas para que puedan influir en el contenido de las decisiones que las autoridades descentralizadas tomen. Esa influencia, sin embargo, no depende sólo de la cercanía, sino también de la actitud activa que los ciudadanos de una localidad tomen frente a las políticas públicas.

Lamentablemente, una actitud activa tiende a estar bloqueada por lo que Charles Taylor ha llamado el círculo vicioso de la apatía política, en que la sensación de alienación del ciudadano frente a la centralización y la burocratización de la sociedad redunda en que la apatía del ciudadano facilita “el crecimiento del poder del gobierno irresponsable, el cual incrementaría el sentimiento de impotencia que, a su vez, fijaría la apatía” (Argumentos Filosóficos, 1997).

Romper el círculo de la apatía, requiere dejar de considerar distante e insensible a las autoridades que toman las decisiones que afectan a los ciudadanos. La distancia es, por tanto, sólo uno de los problemas a corregir. Eliminar la falta de sensibilidad, o al menos atenuarla, requiere la incorporación de herramientas de participación en la esfera pública local y muchas veces la completa creación de ésta última.

El funcionamiento de una esfera pública local requiere que el conjunto de ciudadanos de una localidad pueda reflexionar conjuntamente sobre cuales son sus problemas y cuáles deberían ser las soluciones a aquellos. Ello constituye el punto de partida para que una comunidad local pueda influir en como las políticas públicas son llevadas a cabo.

Por otro lado, para eliminar la sensación de insensibilidad, se requiere que la esfera pública local pueda tener influencia real en las políticas públicas. Aquí el llamado a democratizar la elección de todas las autoridades locales está a tiro de cañón. Sin embargo, debe advertirse que esa decisión no redundará en más democracia ni facilitará la toma de mejores decisiones, si no va acompañada de una cultura pública local y cierta responsabilidad respecto a los asuntos comunes que no es fácil encontrar cuándo nos enfrentamos al círculo vicioso de la apatía.

La conexión entre democratización y descentralización no es, por tanto, fácil de construir. Por supuesto, y esto es lo que quiero recalcar, no se dará mediante la organización de elecciones populares para seleccionar a las autoridades locales, si quienes son llamados a elegir no muestran algún grado de compromiso con algo parecido a una comunidad política local. Sin comunidad local, la democracia local no es posible.

martes, 31 de agosto de 2010

La agenda democrática del Gobierno

Por VL

Como bien ha recordado el Presidente, hace 25 años, cuando Chile aún era gobernado por el dictador Augusto Pinochet, se logró un acuerdo entre la izquierda y la derecha, que él llama “Acuerdo Nacional para la Transición a la Plena Democracia”. Fruto de tal acuerdo surgieron, señala Piñera, las bases de lo que sería la reforma constitucional de 1989.

En conmemoración de tal evento, Piñera anuncia esta semana el ingreso de tres proyectos de ley al Congreso: uno referido a la iniciativa ciudadana de ley, otro referido a la realización de plebiscitos comunales, y el último referido las declaraciones de patrimonio e intereses. El Presidente denomina a estos tres proyectos (o quizás a cada uno por separado) “La Agenda Democrática”.

Me gustaría comentar -siguiendo el estilo del Presidente- tres cosas.

Primero: El llamado Acuerdo Nacional para la Transición a la "Plena" Democracia, en verdad era un acuerdo para la transición a la Democracia (a secas). Además, hay que recordar que durante la negociación, la UDI planteó que había un punto que dificultaba la posibilidad de encontrar un acuerdo, esto es, que la oposición estimaba “indispensable reformar y flexibilizar aún más los mecanismos de reforma y eliminar los senadores designados”. La UDI agregaba que eso “significa(ba) entregar las llaves de la constitución para efectos que ellos puedan en el futuro hacer todos los cambios restantes para desmantelarla”[i]. Pese a tales declaraciones, el acuerdo final incluyó la eliminación de los senadores designados[ii]. Sin embargo, sometido a aprobación de la Junta de Gobierno, el texto acordado se rechazó, incluyendo -coincidentemente- la eliminación de los senadores designados, entre otros aspectos. Tal reforma constitucional sólo pudo llevarse a efecto en 2005.

[i] El mercurio sábado 6.05.1989. Citado por: Andrade Geywitz, Carlos: Reforma de la Constitución Política de la República de Chile de 1980, Editorial Jurídica de Chile, Santiago, 1991, p. 137.

[ii] Ver texto completo del acuerdo en: Andrade Geywitz, Carlos, ob. Cit., p. 315 y ss.

Segundo, la idea del proyecto de iniciativa ciudadana de ley data de 1995. Desde esa fecha se han presentado al menos 7 mociones parlamentarias[i]. Como sabemos, ninguno de tales proyectos ha prosperado. Además, ninguno de ello ha pasado siquiera el primer trámite legislativo. A ello hay que agregar el proyecto de la ex Presidenta Bachelet (boletín Nº 5221-07), de julio de 2007, en el cual se reconocía la iniciativa popular de ley. Según trascendidos, el proyecto del gobierno excluye las materias que sean de iniciativa exclusiva del Presidente, al igual que lo hacía el proyecto de Bachelet.

Respecto del proyecto de plebiscitos comunales, que el Presidente Piñera ha anunciado, cabe señalar que éstos existen desde 1990, creados por la Nº 18.963. Fueron perfeccionados y ampliados en 1999, por la ley Nº 19.602 de dicho año (iniciada por mensaje del gobierno de la época) [ii]. Seguramente el Gobierno se propone ampliar el ámbito de tales plebiscitos, no crearlos, como se ha anunciado y confusamente se ha difundido.

Respecto de la tercera iniciativa anunciada por el Gobierno, sin conocer el contenido del proyecto, resulta al menos sorprendente que el Presidente exprese que evitar conflictos de interés es funcional a la democracia. Sería deseable que esta manifestación de voluntad se extendiera al proyecto sobre fideicomiso ciego, por ejemplo.

Tercero: No es un problema que las iniciativas del Gobierno no tengan originalidad o que puedan resultar contradictorias con el comportamiento en votaciones previas de los parlamentarios de la Alianza por Chile en materias de fortalecimiento de la democracia. Al contrario, ello podría ser una virtud en atención a una propuesta concreta. El problema es que una agenda que se precie de democrática debe, al menos, considerar una reforma al sistema binominal. Por ahora, en la agenda del gobierno tal tema brilla por su ausencia, si bien el Presidente ha reconocido tal déficit, no parece resultarle un problema.

Hasta ahí la agenda democrática. En honor a la primera entrada de este blog, sólo un comentario más sobre la agenda: demasiada camiseta y cada vez menos gambeta.

[i] Boletines Nºs 1696, 2489, 3559, 3575, 3663, 4165 y 4191.

[ii] Se redujo el porcentaje de ciudadanos para convocarlos, se flexibilizó la formalidad para solicitarlos y se hicieron vinculantes, entre otras cosas.